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El miedo es libre y sentirlo puede trastornar a cualquiera por muy racional que se maneje de ordinario. Esa perturbación es imposible de controlar pese a que, en muchos casos, esté generada por causas infundadas.
Pero no hay que olvidar que el miedo, sin dejar ... que desemboque en terror, y no digamos ya en pánico, es nuestra táctica para sobrevivir. Ese instinto elemental, el de no perecer, resulta tan básico para el asombroso ser humano como lo es para un virus microscópico, COVID-19 se llama, que tras superar todos los sistemas de protección, secuestra e infecta células para propagarse.
Ante esta situación, las vacunas son la mejor muestra de que en medicina resulta tanto o más avanzado prevenir que curar: le 'enseñan' a nuestro cuerpo a defenderse para neutralizar a los microorganismos invasores o, cuando menos, atenuar la carnicería.
Dicen que en Estocolmo hay un premio Nobel esperando el descubrimiento de 'la vacuna contra el cáncer' que convierta en cotidianas las campañas de inmunización contra él, como lo es ahora la de la gripe, que protege a los grupos de riesgo de enfermedades graves y mortales. El COVID-19 tampoco tiene vacuna aunque, potencialmente, solo es mortal (la tasa no llega al 2%) para determinadas edades o para quienes padecen enfermedades previas. Por tanto parece absurdo caer en el alarmismo y hacerse con palés de mascarillas. Pero qué quieren que les diga. En esa siniestra lotería del 2% juego los números de personas muy queridas y su vulnerabilidad me asusta.
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