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Como alumnos bien aplicados. Como niños obedientes que no replican a sus mayores. Como escolares bien mandados que cumplen a diario con sus deberes. Así es como en la inmensa mayoría de los casos nos hemos comportado los ciudadanos ante la larga retahíla de medidas, ... prohibiciones y limitaciones que nos han impuesto nuestros gobernantes con motivo de esta maldita pandemia que ha reventado las costuras de nuestra convivencia.
Y como infantes bien educados fuimos convirtiendo nuestros hogares en búnkeres antivirus, cerrando negocios, comercios y colegios, olvidando qué era aquello de salir a cenar o a tomar una copa. Por responsabilidad. Y sin rechistar, sin un mal reproche.
Asumimos perder buena parte de nuestra libertad y de nuestra forma de vida por proteger a los más vulnerables. Y además lo hicimos de buen grado, entre aplausos y ovaciones a los más esforzados.
Por eso, por ese comportamiento ejemplar de la práctica mayoría de la ciudadanía, aún indigna más ver a quienes por decreto ordenan restricciones muchas veces contradictorias que se enzarcen en temas baladíes o que se preocupen más de buscar culpables de la expansión del virus debido a su idiosincrasia (sic) o a su pasaporte.
Tengo la esperanza de que este infierno que ha traído el coronavirus, que tanto dolor ha provocado, concluya más pronto que tarde. Pero después, lo que hemos de analizar a fondo es en manos de quién hemos dejado nuestros destinos. Porque no nos los merecemos. Y, sobre todo, no nos merecen.
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