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Nuestra identidad queda incompleta sin la influencia de quienes tenemos al lado pero, sobre todo, la impronta de quienes ya no están. Por eso, recordar a los muertos –los propios y los compartidos– es no solo un signo de respeto sino de reconocimiento de un ... legado al que conviene rendir tributo aprovechando cualquier coyuntura. Por ejemplo, el medio siglo que se cumple el próximo junio del fallecimiento de Fernando Gallego Herrera. Nacido en 1901 en Villoria (Salamanca), Gallego recaló al final de sus días en 'Villa Humildad', aquella casona ya derruida del camino viejo de Alberite donde el ingeniero, abogado, inventor y piloto desplegaba a partes iguales talento y bizarría. Una mente brillantísima que le permitió poner su rúbrica en proyectos de referencia en su época tanto en España como el resto del mundo (desde la modernización del canal de Panamá a las compuertas de la presa de Asuán) y excentricidades que engrosan el álbum sentimental de Logroño como el cachorro de leopardo que paseaba a modo de mascota o el gorro de aires soviéticos con que se protegía del frío y le hizo merecer el apodo de 'El Ruso'. Sin embargo, el también creador del malogrado 'aerogenio' y muñidor del nunca concretado túnel submarino para unir España con Marruecos será asociado para siempre con la tumba del cementerio logroñés, que alberga sus restos y los de su mujer y qué el mismo construyó y trasladó a pulso hasta el otro lado del Ebro. Un imponente, ecléctico, deslumbrante y a la vez turbador mausoleo que resume las sombras y luces de una figura que es parte de la memoria colectiva de la ciudad y merece un recuerdo. Este año, más que nunca.
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