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Ayer sábado, reflexionando, apareció Melilla. Melilla queda tan lejos como una reflexión. O como la mili. O como Melilla. Pero es que en estas últimas semanas todo el mundo va a Melilla: Movistar está preparando allí una serie de ficción sobre la Unidad de Investigación ... Policial que lucha contra el terrorismo yijadista; David Trueba ya debe estar rodando en sus calles su última película y hasta saltó el otro día lo del vídeo de la compra de votos del hijo de su presidente. Pues esta historia, como se verá a continuación, acaba en la Meca... del cine. Yo nunca he contado mi mili. Sí, a veces, pocas veces, tengo pesadillas con que me obligan a volver; ahora, que me vendría tan mal, la verdad, que no tengo ni forma física ni tiempo para dedicarlos a la defensa del territorio. Ya lo hice (?) en su día, desde un acuartelamiento polvoriento, como de western, cerca de un risco asomado al mediterráneo y con vistas a un polvorín y a la legión. Vaya por delante: soy cabo de artillería.
El caso es que desde que pintamos la casa y vaciamos cajones no encuentro 'la blanca', y me preocupa, por si en próximas pesadillas no puedo acreditarla y se me llevan otra vez. Además, leí que sumaba para lo de jubilación. No falta más que que no me contara, siendo todo un cabo furriel del ejército español. Media-mili fue la que pasé en Melilla, hasta que un contrato de trabajo logró que me trasladaran a un acuartelamiento logroñés y a la oficina de Pedro Matute, querido capitán al que -después de años- me encontré hace unos domingos en el Monasterio de Valvanera, lo que es la vida. Tampoco hoy les voy a contar mi mili, no se preocupen, pero, reflexionando ayer, en un instante me pasó por delante de los ojos toda la película de mis meses en Melilla, a donde no he regresado sino en sueños. Creo que no lo son: las mañanas enseñando a leer en una cabaña a unos soldados analfabetos y a manejar una cámara de vídeo a un oficial (una cámara que yo tampoco sabía manejar, pero porque me dieran un permiso hacía como que sabía); las tardes encerrado con una máquina de escribir en un almacén escribiendo guiones para mandarlos a 'Tele-Rioja' y que -sin mí- pudieran seguir grabando el programa En medio como el jueves; los litros de té a la menta -sabrosísimo, nunca luego lo he vuelto a tomar tan bueno- que me bebía en un bar de las calles del ensanche modernista mientras le escribía cartas a mi novia o a mi abuela y antes de pasar a un locutorio a poner una conferencia a casa, a un lugar que por primera vez en mi vida oí llamar... ¡la Península!; las películas que fui a ver a su Teatro-Cine Perelló, en las horas contadas de la salida de la tarde, sobre todo recuerdo una de Juan Piquer, Slugs, muerte viscosa, joeeer, pero con tal de meterme en un cine; el volumen de la televisión en el cuartel, que no me dejaba dormir (ahí se declaró mi insomnio crónico); la noche que -no se qué empleo tenía- uno de los de guardia irrumpió vociferando y ajumao en el dormitorio de la tropa, empujando sus puertas como las de un saloon, en medio de una nube polvo o tierra, arcillosa. Y el día, claro, en que me llamaron para decirme que me concedían destino definitivo a Logroño. Eso sí que era un sueño.
Luego, dormir vestido 'de bonito' y con el petate como almohada en la cubierta del ferry que me conducía a la Península; el pulular aturdido por Almería hasta pillar un tren a Madrid. En fin, que no les voy a contar mi mili de punta a cabo. Pero sobre todo, ahora que tantas películas suceden allí, como en una Casablanca, tengo el recuerdo de cómo se inició en Melilla mi carrera hacia... Hollywood. Así, como suena. Ésta fue la secuencia: por ser amigos de unos amigos de mis padres, me acogieron en su casa melillense (buena comida, una bañera, afecto, civilidad: una familia) Miguel Lahoz y Fina Palacios, con responsabilidades delegadas en asuntos del Ministerio de Educación y Cultura. A ellos les debo -y esto es para siempre- mi supervivencia mental en los malos momentos y el trato con personas no acuarteladas. Y el Centro García Lorca. Unos años después, los trasladaron a Los Angeles, en calidad de attaché cultural del Ministerio, a Miguel. Durante años. Y hasta allí que fuimos. Vivían en un edificio de apartamentos donde Dick Van Dyke había pasado su alcoholemia. Una tarde marqué un número de teléfono, desde el salón de Miguel y Fina: «¿David Trueba?... Soy Bernardo Sánchez; me ha dado tu teléfono en Los Angeles Rafael Azcona y me ha dicho que teníamos que conocernos aquí». Le recordé la carambola el otro día a David, a punto de marcharse a rodar a Melilla. Gracias a la cual lo conocí. No me atreví a pedirle un papelito de civil, más que nada porque me veo muy encasillado en papeles de cabo furriel.
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