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Los políticos extremos necesitan, sobre todo, otros políticos extremos. Enfrente, quiero decir. A un radical le viene de vicio que haya radicales contrarios, para poder alimentar su mundo mental, necesariamente pequeño, y la especie de que todo el mundo es malo (menos ellos).
Esos son ... los enemigos declarados, los obvios. Pero hay un enemigo peor, que los radicales tienen aún más entre ceja y ceja porque, en realidad, para ellos puede ser más dañino: el tibio.
El caso catalán a estas alturas es bien demostrativo. Ahora mismo, la extrema derecha española y la extrema derecha catalana (llamar de izquierdas a los independentistas catalanes es un chiste) están encantadas de conocerse a una a la otra. A Vox, por ejemplo, el cerrilismo catalán le ha dado al menos tres cuartas partes de la gasolina que le alimenta. Y mientras, cada vez que habla Abascal, en Gerona aparecen doscientos lazos amarillos más.
Ellos saben, tanto unos como otros, que su principal enemigo tiene un nombre: desmovilización. El nacionalismo catalán vive de que su parroquia esté permanentemente enervada, igual que Vox ha sacado la cabeza en tan poco tiempo viviendo del cabreo de una parte de los españoles. Y tanto unos como otros saben que sin ese cabreo su base se tambalea.
Por eso no me extraña nada lo que ha pasado con Iceta en Cataluña. Debe haber unos trescientos mil políticos más radicalmente españolistas que el líder del PSOE catalán, pero curiosamente pocos hay más peligrosos para los lazis: el «hay que entenderse» es mucho más dañino para ellos que mil 155. Y lo saben.
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