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Mis abuelos, Luis y Martina, fueron los últimos vecinos de Luezas de Cameros. Era el otoño de 1971. Las familias de Metrio y Alejandro habían dado el paso unos meses antes y ya sólo quedaban ellos, sus animales y el silencio. Casi medio ... siglo después, a mi abuela se le siguen saltando las lágrimas cuando lo rememora. Había tenido que renunciar temporalmente a sus hijos, internos en Logroño y Ortigosa, por seguir en el pueblo que le había visto nacer. Pero no pudo más. De esos momentos, mi abuela recuerda el frío. Todavía lo lleva dentro. Ni el día más tórrido de verano ni la calefacción más potente se lo pueden quitar, como si le acompañara siempre para saber de dónde vino.
Pero más que el frío, todavía le atenaza el miedo. Los ruidos cotidianos se convertían en amenazas. Cualquier graznido la sobresaltaba. Y siempre existía el temor a un retorcijón en el monte, a una caída o a una indisposición. Todo podía suponer la muerte. Simple y llanamente. Cuando el hombre ya había pisado la Luna y los Rolling Stones giraban por el mundo, en Luezas, donde no habían llegado los coches, podías morir como un perro por un traspiés.
«Allí no se podía vivir», solloza ahora Martina. Pero aún siente la pena de aquel viaje sin retorno que le llevaría a Logroño con la sola compañía de unos colchones de lana, el ajuar y el dinero ahorrado. «¿Cómo no va a dar pena abandonar el sitio en el que creciste?», pregunta. Y cita el momento en el que se dio cuenta de que su pueblo moría. A Luezas le quitaron las campanas. Alguien de la Diócesis subió, las descolgó, rompiendo una de ellas (jamás lo perdonará) y Luezas se quedó mudo.
Años después, varias familias volvieron, arreglaron sus hogares y el frontón, crearon una plaza, un parque y un centro cívico, pelearon (y pelean) lo indecible por mejorar el acceso, por llevar agua a los grifos, por luz... Por cosas tan básicas que casi da vergüenza citarlas. Cosas para que en Luezas se pueda vivir, aunque sea los fines de semana, aunque sea en verano.
Martina no. Nunca ha querido. Regaló lo poco que tenía para que la vida volviese a esas calles pero sin ella. Todas las noches repasa lo que había en cada casa, en cada habitación, en cada retablo de la iglesia y acaricia mentalmente a Caín y Linda, los perros que se fueron con el último rebaño.
Martina se sintió una vez Robinson Crusoe. Y no ha querido repetir. Necesitaba gente y cariño. Lo mismo que siguen necesitando los Cameros. Por eso le duele cada esquela que abre una nueva sepultura en la sierra. Y por eso lamenta que se ayude tan poco a los que quieren devolver vida a la zona. Si nadie apuesta decididamente por los Cameros, cada vez habrá más 'martinas', más frío y más silencio.
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