Cuando se celebró el primer debate electoral entre Felipe González y José María Aznar allá por 1993, nos las dábamos de modernos con las cenizas aún calientes en el pebetero de Barcelona. Aquel primer cara a cara de la democracia no solo enfrentaba las ideas ... de ambos bandos sino la capacidad dialéctica de un combate que, estuvieras donde estuvieses ideológicamente hablando, tenía algo de película en la que el argumento eras tú. Ya digo que nos creíamos modernos, y aquel día, cuando se encendieron los focos del plató de Antena 3 y empezaron a utilizar las palabras ciudadanos, prioridades, protagonistas, crecimiento, riqueza, honradez, nos creímos a pies juntillas que aquel derroche de retórica era por nosotros.
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González era entonces el presidente de un Gobierno en el que asomaba la corrupción, pero con un carisma histórico y estético que le daba para aguantar un envite; enfrente tenía a un tipo con bigote, de poco gesto y párpado cortante, liberal, joven, con el guion bien preparado. El debate a dos vueltas prometía espectáculo: el primero lo ganó Aznar; el segundo, emitido en Telecinco, se lo llevó González, pero quien triunfó fue la audiencia. La política no ha vuelto a hacer un share como aquel, con más de diez millones de espectadores construyendo su relato ante la tele. Ahora sabemos que esas elecciones de 1993 venció el PSOE. También sabemos qué pasó con los debates, que Aznar no quiso participar en ninguno más y hubo que esperar quince años para volver a ver un cara a cara presidencial, el de Zapatero y Rajoy en 2008. Desde entonces, los debates se han repetido, pero hay algo que ya no se repite.
Pienso en el debate de hace unos días en RTVE Catalunya en el que participaron los ocho candidatos a la presidencia de la Generalitat del próximo 12 de mayo y me explico muchas cosas. Unos que no quieren hablar con otros, pero miran a cámara para hablar contigo; otros que aseguran un bloqueo en vez de explicar el porqué de su programa; otros que saben que aún ganando no van a gobernar, y salen así, con la épica del vencido. Los llamamos debates, pero deberíamos llamarlos de otra manera. Yo no puedo llamar debate a los monólogos constreñidos en tiempo y forma de unos candidatos agarrados a sus papeles para evitar un naufragio cada que vez que les toca hablar, o escuchar, lo que es peor. Lo grave no es que una pléyade de asesores les diga cuándo soltar el endecasílabo que coincida con el pico de tráfico de Twitter, sino lo impermeables que resultan a su propia retórica. No sé quién refleja a quién, si lo que pasa en el plató a la sociedad o viceversa, pero cuando éramos modernos esta película casi iba sobre nosotros.
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