De las cosas más incómodas que me han sucedido como periodista es cuando la persona a la que tengo que entrevistar me pida las preguntas previamente. Yo puedo entender su suspicacia ante la tesitura de ponerse delante de una desconocida a revelar pensamientos, opiniones y ... reflexiones que le obliguen a proyectar de sí mismo algo más que un emblema.
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Entiendo ese temor, y cuando he estado al otro lado, he sentido el vértigo que da responder y dejar en manos de otro tu retrato y tu relato. Si sabes previamente las preguntas, es obvio que uno gana perfección, pero se pierde verdad, ¿se leerían una entrevista en la que el entrevistado supiera de antemano el cuestionario? ¿Importa tanto, o en el fondo hay algo más?
Hacer bien una entrevista no consiste solo hacer hablar al entrevistado más de la cuenta; consiste en estudiarte al personaje hasta casi conocerlo, leer su pasado y su presente, intuir su futuro y enfocar las preguntas por ahí, por los hechos que lo expliquen de cara a tu lector. Ni más ni menos. Así que cuando algún entrevistado me ha pedido las preguntas, le citaba los temas de los que íbamos a hablar (la actualidad o el grado de eminencia lo suelen poner fácil), ¿pero enviarle el cuestionario? Preferiría no hacerlo.
En plena epidemia de poses y mensajes teledirigidos, esperas encontrar algo genuino en una entrevista cuando abres las páginas de un periódico, de una revista, en la tele o en la radio. Y para que eso suceda no solo el entrevistado tiene que responder sin impostar o moldear los hechos a su gusto, sino que el periodista también debe estar a la altura de ese pacto. ¿Se imaginan que, ante una primera cita, se pasaran las preguntas para saber qué es lo que se van a preguntar el uno al otro? ¿Se imaginan que su futuro contratador le pase el cuestionario de la entrevista de trabajo? ¿O preparar lo que les va a contar a sus amigos en una cena?
En realidad, no pasa nada por saber ciertas preguntas, de hecho, funciona como una vara de medir. Dos formatos tan distintos como el programa La Revuelta de Broncano, o el podcast Hotel Jorge Juan de Javier Aznar, por ejemplo, tienen una serie de preguntas fijas que el entrevistado sabe de antemano porque siempre las hacen; son unas pocas entre todo lo inesperado que rodea a la conversación; son la foto fija que completa el retrato de alguien que sabe lo que quiere decir y aun así tropieza, o acierta, alguien vivo que titubea, que se confunde, que reflexiona, que hace reír o llorar. Una entrevista no es un examen, pero mucho menos es un traje a medida, es el género periodístico que nos hace elegir entre perfección o verdad.
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