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Quiero que España llegue lo más lejos posible en el Mundial. Por amor a los colores, claro. Y por las columnas de Mariano Rajoy, que también. Ahí está el tío, dictando, que no escribiendo, sus textos deportivos. Que darle a la tecla es mucho curro, ... y él ya no está para esos trotes. Pero, al menos, tiene un móvil que permite enviar audios de WhatsApp: conocí a un analógico que se paseaba sentenciando de viva voz para que servidora transcribiera sus críticas y las enviara por email al periódico en el que trabajaba. Él Borges, yo María Kodama. O eso creía el pavo.
Rajoy tiene todo lo necesario para ser un buen columnista gallego: la retranca, la barba y el saber futbolero. Eso sí, le sobran años y le faltan grupos indies que llevarse a la oreja. Pero eso se soluciona tiñéndole la barba del mismo color que el pelo y cambiándole la lista de Spotify. Aunque se resista, que lo hará. Porque él es así, y se encuentra a gusto, y muy bien, dentro de esa figura que ha creado de hombre de casino provinciano, de paseo matutino con el Marca bajo el brazo, de buen comer y mejor beber, de siesta y de baile verbenero. Y se regodea en el personaje, y lo lleva hasta las más altas cotas de la interpretación a través de sus escritos. Rajoy termina de ver el partido, apura el whisky, apaga el purito, agarra el móvil y se dispone a enviar su crónica, presto a iluminar el panorama columnístico patrio. Los artículos son puritita esencia rajoyana: redundar en lo obvio, crear silogismos locos, liarse en las volutas del capitel de la columna jónica y terminar con un ¡Viva España! como solución para finalizar el último artículo (y para casi todo). Lo único que podría mejorar sus textos es que aparecieran en Comic Sans.
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