La lucha contra la desinformación se ha convertido en una prioridad política para la Unión Europea. «Es la principal preocupación para los próximos dos años», afirmó en enero la presidenta de la Comisión Europea (CE), Ursula von der Leyen, durante el último Foro Económico Mundial ( ... FEM) celebrado en Davos (Suiza). Se acababa de presentar el 'Informe de Riesgos Globales 2024', y la desinformación se sitúa como el mayor riesgo en el corto y medio plazo para la estabilidad mundial junto con la crisis climática. Pero, ¿por qué supone una amenaza global, y qué puede hacer el periodismo para combatirla?
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Definida por la CE como «información verificablemente falsa o engañosa que se crea, presenta y divulga con fines lucrativos o para engañar deliberadamente a la población, y que puede causar un perjuicio público», la desinformación no es fácil de detectar. Porque adopta formas diferentes mediante narrativas verosímiles que reemplazan la verdad, combinando la información falsa con la verdadera. El uso intencionado de la mentira no es nuevo, pero la era digital permite una amplificación sin precedentes de la desinformación. En un ecosistema digital donde los medios de comunicación periodísticos han dejado de ser los únicos canales que emplean las personas para informarse sobre la actualidad, la información falsa campa a sus anchas. Hoy cualquiera puede crear contenido, difundirlo y compartirlo. Un escenario de sobreinformación y desintermediación que hace difícil identificar los contenidos veraces, ocasionando incertidumbre entre la gente y fomentando su polarización.
La desinformación suele perseguir beneficios económicos, tener objetivos ideológicos y electorales o servir a intereses geopolíticos. Lo vemos, por ejemplo, durante la invasión rusa de Ucrania, y lo vimos con el Brexit o en las elecciones de Estados Unidos. Por situar al lector en una escala más doméstica, nos referimos a esos mensajes falsos, pongamos, sobre Pedro Sánchez o Javier Milei, que su cuñado le ha podido hacer llegar al teléfono a través del grupo familiar de 'whatsapp', sin haber verificado previamente si la información que contiene es cierta o no.
El informe 'Desinformación en la era digital' de la Oficina de Ciencia y Tecnología del Congreso de los Diputados advierte dónde reside su peligroso éxito: «Es suficiente con provocar confusión, desconfianza, dividir y amplificar sesgos y prejuicios. Persigue cambios estructurales en la esfera pública», provocando «una disminución de la confianza en las instituciones democráticas». Este documento atina en la gravedad de fondo: «En su extremo puede encontrarse la negación de la evidencia objetiva y la aceptación de la mentira». Un contra espectáculo donde la verdad corre el riesgo de dejar de importar. Una circunstancia peligrosa, porque cuando uno se desvincula de la verdad corre el riesgo de desvincularse de la realidad, llegando a pensar que puede crear la suya propia.
Las personas tendemos a creer la desinformación por una serie de factores cognitivos, y es importante saberlo, porque somos quienes la recibimos y difundimos. Las personas, por resumir, no somos tan racionales como creemos ser: estamos predispuestas para creer y compartir. En nuestros procesos mentales, incluidos los racionales, las emociones desempeñan un papel central, y la desinformación aprovecha las emociones fuertes para manipularnos y propagar su mensaje. Una parte de nuestra herencia humana es el sesgo cognitivo, de ahí que tendamos, por ejemplo, a buscar información que confirme lo que ya creemos (sesgo de confirmación). Los algoritmos de internet y las redes sociales, que nos conocen mejor que nuestro cuñado, nos la servirán en bandeja de plata para reforzar nuestras creencias preexistentes.
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Consumir información de calidad, por tanto, es fundamental porque la información influye en nuestras decisiones e interacciones con los demás. Al igual que un alimento en mal estado puede tener consecuencias para nuestra salud, una información de mala calidad nos puede conducir a tomar decisiones equivocadas o a sacar conclusiones incorrectas. Es lo que pretenden los instigadores de la desinformación, y todos contribuimos a ello al compartirla, lo hagamos de manera consciente o no. En la lucha contra la desinformación, el periodismo es esencial. Las agencias de 'fact-checking' (comprobación de hechos) detectan y corrigen parte de la información falsa que circula en la red. Pero los medios de comunicación periodísticos y las universidades debemos ejercer un papel capital. Los primeros ofertando información de calidad para recuperar la pérdida de confianza ciudadana. Las personas deben saber que para el periodista la verdad es la fidelidad a los hechos sobre los que informa, y que esa información veraz se encuentra en los medios periodísticos. No obstante, la calidad informativa requiere de tiempo en su elaboración, y esto solo se consigue con redacciones robustas.
La Universidad, por su parte, puede ayudar a que las personas piensen como deben pensar los periodistas. En la UPV, por ejemplo, trabajamos en un proyecto europeo sobre alfabetización mediática llamado QYourself. Estamos adaptando la formación del Grado de Periodismo, para transferir parte de ese conocimiento a otros contextos educativos. El objetivo es enseñar a las personas a comprender la naturaleza de las noticias y los códigos que aplican los periodistas durante su elaboración, para que puedan verificar la información que reciben.
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Está demostrado que quienes presentan altos niveles de aprendizaje en estas competencias tienen más posibilidades de identificar la desinformación. Es el momento de pensar como periodistas.
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