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Una vez fui a Burgos con mi madre y, por supuesto, visitamos la catedral. Ya saben que desde la plaza del rey San Fernando hasta las agujas que rematan ambas torres hay unos 88 metros de altura, lo que hace que el edificio resulte impresionante. ... Lo primero que mi madre exclamó al verla, le salió del alma: «Hija mía, ¿cuántos habrán muerto construyéndola?». Fue tan espontánea que confieso que me dejó sin palabras. Y es que la historia solo recuerda a los obispos y reyes que ordenaron construirla pero no a los obreros y artesanos que la hicieron realidad. Ni ella olvidó esa visita, ni yo tampoco. Fue así que aprendí que las madres de la generación de la mía siempre supieron que el destino de la mayoría, desde siglos, consiste en vivir silenciosamente en medio de la tragedia.
El gran poeta Ángel González recordaba que su madre «tenía miedo del viento,/ era pequeña de estatura,/ le asustaban los truenos,/ y las guerras/ siempre estaba temiéndolas/ de lejos». Y es que las madres siempre temen todo aquello a lo que por sí mismas no pueden poner remedio para proteger a los suyos. Ellas saben que las guerras, las tormentas o los terremotos siempre se ensañan con los olvidados y los pobres. La miseria es un imán para las calamidades que nunca se reparten equitativamente.
El 6 de febrero hubo un terremoto en Turquía y Siria, casi 60.000 muertos y más de 120.000 heridos. En Siria viven además una guerra interminable que ya hemos borrado de nuestra memoria, como estamos olvidando la de Ucrania. Los supervivientes superan la fatalidad como pueden. En Libia, el desastre es espeluznante. Un país destrozado y preso de dos gobiernos rivales se enfrenta sin medios a la tormenta Daniel que ha dejado ya casi 7.000 muertos y más de 10.000 desaparecidos. El mar no deja de arrojar cadáveres anónimos que se apilan sin tiempo para el necesario duelo mientras la desesperación crece porque no se divisa el futuro.
En Marruecos, el terremoto se ha cobrado 3.000 vidas y regalado miles de desdichas. Todavía siguen intentando rescatar víctimas en un dispositivo tardío tras el vergonzoso silencio del rey. Aunque el epicentro del seísmo hubiera sido el palacio real a Mohamed VI no le habría afectado porque casi nunca está ni se le espera. Eso sí, se permite el lujo, que para eso vive en la opulencia, de rechazar ayuda internacional para aliviar la situación límite de los afectados por la desgracia. Las madres, entre los escombros, siguen alumbrando niños que sonríen porque ignoran su destino. Estos días, mi madre sufriría ante tanto dolor sabiendo que las víctimas son sólo un número que les asigna el eterno retorno de la fatalidad. La miseria borra los rostros de los afectados en un mundo cruel en el que las personas olvidamos el infortunio salvo si nos afecta directamente. Así es la vida.
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