Aún me arden los ojos y su nombre escuece al pronunciarlo. Me llamó seis días antes de hacerlo, se reía con mis tonterías, se despidió con un «nos vemos pronto». Nunca pidió ayuda. Dormía mal, sí, andaba estresado, como todos, tenía sus cosas. Algunas las ... compartió conmigo, otras ya no podrá hacerlo. ¿Cómo no supe leer las señales? ¿Qué matiz en su timbre de voz, qué mirada, qué titubeo se perdió al escrutinio de nuestra amistad? ¿Fue eso amistad? La realidad llegó esta semana a golpe de esquela, iluminando como balizas de carretera todos los detalles –todos– que no existían hasta ayer.

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El que se queda –los que nos quedamos– aprendemos así que la culpa y el propósito de enmienda solo saben llegar tarde. Yo tampoco supe verlo. Pienso en su sonrisa ancha, iluminando la habitación. En lo bueno que era dando consejos. En que le gustaba más escuchar que hablar. Me repito en voz alta que no lo entiendo, pero sí, ahora sí lo entiendo, y es ridículamente su muerte la única que da sentido a todas esas señales que no supimos leer. Hemos normalizado el estrés, la ansiedad, el brilli brilli de otras vidas posibles, el miedo a la peor soledad: la que solo se siente en una sala repleta de gente. Ahora sé que son las piezas huérfanas de un puzle que suele quedar inacabado. Dicen que ocurre mucho más a menudo de lo que pensamos. Dicen que unas 26 personas de media en La Rioja al año. Que cada vez son más jóvenes, que si las redes, que si el aislamiento del móvil. Dicen que el perfil sigue siendo el de un varón de mediana edad, que en las personas sin pareja el riesgo se multiplica y también son más proclives las personas con enfermedades crónicas. Así que tú eras carne de estadística, amigo mío. Dicen que más en los países del norte. Dicen, porque yo no sé. Pero luego todos sabemos. Cada muerte voluntaria va cosida a un pacto espeso de silencio.

Pero resulta que hay que hablar. Mierda, pues hablemos. El ratio europeo de especialistas en salud pública es de 18 psicólogos por cada cien mil habitantes (en La Rioja no se llega a 6). Sabemos que el que lo intenta lo suele volver a repetir en el primer año. Que es falso el mito de que el que lo anuncia, en realidad no tiene intención. ¿Y los de casa, qué hacemos? Hablar. Hablar y hablar hasta salir del armario. Y si hace falta, señalar y señalarse por dentro. Hay que exhibir cicatrices y compartir miedos. Monstruo que sale por la boca, monstruo que mengua al hacerlo. Ningún bicho aguanta crecido en la mirada de otro. Sobre todo, si ese otro nos quiere.

No sé qué dirán las estadísticas, pero yo sé que solo el que se rodea de afectos se atreve a dudar. A los jóvenes: hay que aprender a aburrirse, saber meter la pata, arrepentirse y sobre todo hay que perder el temor a hacerlo. Hay que tener a alguien cerca y sin pantallas de por medio, para el momento del abrazo. Hay que volver a aprender: que nuestros besos, besen. También es importante celebrar. Las grandes batallas quizá, pero sobre todo las pequeñas. Baby steps que nos hacen poderosos. Y siempre hay que agradecer: cura más un gracias que cien horas de sueño. Hay que vivir, joder. Sale más caro no hacerlo.

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