El jueves en que Pedro Sánchez fue investido presidente, varias decenas de personas vociferaban su descontento tras las vallas instaladas para resguardar el Congreso. Un grupo consiguió llegar hasta el bar en que desayunaban algunos diputados socialistas. Les insultaron y arrojaron huevos a la cabeza. ... Tuvieron que salir de allí protegidos por la Policía. Todo un desprecio a la soberanía popular. En torno a esa jornada decisiva, las noches en la madrileña calle Ferraz han albergado a individuos que, alegando la defensa de una España irreconocible en su intolerancia, concentraron insultos, ofensas muy graves y terribles proclamas neonazis. ¿De dónde viene tanta agresividad? Oyendo a Santiago Abascal comparar a Pedro Sánchez con Hitler o calificar de ilegal el futuro Gobierno, no hay que buscar más lejos. Unos y otros provocan una desagradable sensación de bochorno y desazón. Tampoco el presidente del PP, Alberto Núñez Feijóo, se ha distinguido por su moderación verbal, aunque su condición de derrotado de antemano explica que se haya ido de la lengua. En todo caso, podemos preguntarnos si en general los políticos deben ser deslenguados y vociferantes. Opino que no.
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Basta atender la intervención del portavoz socialista Patxi López en el debate de investidura. Lanzó un discurso contundente que no dejó títere de la oposición con cabeza, pero lo hizo con contención. Una demostración de que las palabras no necesitan llegar al ultraje para impactar. «No sigan alimentando a la bestia porque acabará devorándoles. No conviertan su frustración por no tener el poder, por no conseguir el Gobierno, en invitaciones al odio. Porque igual creen que están atacando a los socialistas, pero están atacando a la democracia», advirtió. Y aprovechó la oportunidad para recriminar a Núñez Feijóo los retrocesos que se están produciendo en las comunidades y ayuntamientos que gobiernan con Vox. Se puede decir más alto, pero no más claro en la mejor tradición de la oratoria.
Hay formas muy diversas de marcar distancias o de reprobar determinadas conductas. El rey Felipe lo sabe muy bien y lo practica con pericia. No había más que observar su semblante enjuto cuando recibió en el palacio de la Zarzuela a la presidenta del Congreso, Françina Armengol, para anunciarle que Pedro Sánchez había sido designado presidente. Un Ejecutivo que reunirá a lo más granado antimonárquico. Nada que ver con el rostro alegre del Rey cuando llegaba a Mallorca en vacaciones y saludaba a la entonces presidenta de Baleares, ahora presidenta del Congreso. Los gestos también importan.
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