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«Ay, Betty, excepto beber, que difícil me resulta todo». La frase la dice Marisa Paredes en «La flor de mi secreto» mientras se pega un lingotazo. Cuando Almodóvar está en estado de gracia, hasta Mankiewicz palidece. Sólo Belén Esteban, guionista de su propia vida ... y, en ocasiones, también de la nuestra, es capaz de soltar expresiones a la altura del manchego: «¿Qué hago, Súper? ¿Me mato?». Pues eso.
A veces, beber también resulta difícil. Cada día más, que me arreo dos vinos cenando y, a la mañana siguiente, me levanto como si me hubiera ido de fiesta con Guti. O con Omar Montes, que hasta las referencias se me están quedando antiguas. Normal. Los años, que pasan, y pesan, y manchan, y agrietan. Sí, es posible que te enseñen algunas cosas, pero no todas, no las más importantes: aún no he aprendido a comer espaguetis a la boloñesa sin que se me quede un cerco de tomate frito alrededor de la boca. La pasta larga, esa gran enemiga.
Tampoco he aprendido a mirar a mi alrededor con el desapego y la distancia suficientes como para que el ánimo se perturbe lo estrictamente necesario. Porque los años no apaciguan: pensaba que, con el tiempo, acabarían estas oscilaciones adolescentes entre el entusiasmo desmedido y la agitación nerviosa, y sería un retrato envuelto en azules; señora serena con fondo de mar en calma. Pero no, que una siempre está entre la marejada y la fuerte marejada, que hay días en los que el viento sopla tan fuerte que solo puedes esperar a que pase el temporal. Son los días en los que no puedes preguntarle al Súper qué haces porque no hay Súper que valga. Ni siquiera él es capaz de predecir cuándo va a amainar.
Ya es julio. Ojalá todo un verano de calma chicha.
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