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De Tolstoi aprendimos, en la primera frase de su Ana Karenina, que «todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera». Y cierto es que no solo cada familia sino cada persona vive su propio infortunio ... a su particular forma y manera. El azar es caprichoso regalando dicha o desgracia a los humanos. Es seguro que cuando la desgracia decide perseguir a una persona puede destruirla porque el dolor causado tiene distinto nivel de intensidad en cada víctima, a unas puede destrozarlas para siempre y otras, no sé muy bien cómo, consiguen mitigarlo y llegan a sobrevivir. En ambos casos, la adversidad marca su vida y su muerte.
Hay noticias que te impactan y aun escuchándolas rápidamente en un noticiario te quedan impresas y vuelves sobre ellas preguntándote cómo han podido ocurrir. Estoy reflexionando en voz alta sobre una historia terrible que imagino que, como a ustedes, me ha conmocionado.
Conocimos hace unos días que Noa Pothoven, una joven holandesa de 17 años, se había dejado morir tras negarse a ingerir alimentos. Su decisión fue rotunda: «Seré directa -escribió- en el plazo de 10 días habré muerto. Estoy exhausta tras años de lucha y he dejado de comer y beber. Después de muchas discusiones y análisis de mi situación, se ha decidido dejarme ir porque mi dolor es insoportable».
Noa había sido víctima de abusos sexuales reiterados, a los once y doce años, la primera vez en una fiesta escolar y la segunda, en una de adolescentes. Cuando cumplió los catorce fue violada por dos hombres en un callejón de su ciudad, Arnhem. De los primeros casos no dijo nada, tenía vergüenza. Ya saben ustedes que los prejuicios dominan en nuestras sociedades y las maledicencias de las «buenas gentes» suelen convertir a las víctimas en culpables de su propia desgracia. Tras la violación salvaje en el callejón de Arnhem también calló, hasta que no pudo más y lo contó a su madre. Muchos se preguntan ¿por qué callan las víctimas? Yo creo que es fácil de entender: por miedo. Miedo a que no las crean, miedo a que les acusen de que iban provocando, miedo a ir de lengua en lengua por todo el pueblo, miedo a recordar el sufrimiento, miedo a no saber si podrán soportarlo, miedo a no poder amar nunca, miedo a quedar mutiladas por dentro... A Noa, según cuenta Lisette, su madre, revivir los hechos en la denuncia que presentó la destrozó de nuevo. A partir de ahí, la visitó la anorexia y ella visitó hospitales, su enfermedad era física y psíquica, el dolor se le hacía intolerable. Llegó a escribir su desgracia, ese infortunio que vivía a su manera y publicó Ganar o aprender. Ni siquiera ese ejercicio de escritura, tratando de expulsar la angustia que llevaba dentro, ni el premio que le otorgaron, amainó el temporal que la abatía.
La historia de Noa vuelve a poner el foco en algo terrible: los abusos sexuales y las violaciones no pueden pasar a convertirse en una estadística como la del número de afectados por la tuberculosis o el sarampión. No puede negarse lo evidente, aunque haya quien lo niegue. Cuando hay víctima, hay verdugo. Donde hay una niña abusada, hay un abusador y donde hay una mujer violada, hay un violador o varios, que parece que se ha puesto de moda compartir la salvajada. No puede ser que la víctima sufra hasta morirse de dolor mientras el autor de la felonía permanece en el anonimato y lo que es peor, impune. Porque los que violaron a Noa estarán tan felices en sus casas aparentando ser estupendos hijos, maridos o padres. Habrán olvidado que ejercieron una violencia infame sobre una niña que ha muerto por su culpa. No es ella quien debe ser juzgada, no somos quién. Desde mi corazón solidario con Noa a ellos sí los condeno y deseo que la furia del dios de las tormentas les envíe un rayo justiciero que los fulmine.
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