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Agosto. Domingo. Ya han pasado las tormentas en su sucesión, aunque el calor, tal que apisonadora, sigue invitando a encerrarse (más) en casa. Ella se desmaquilla y se mira al espejo. «Estás hecha una Kardashian», se dice. Se cepilla los dientes y se va a ... la cama a ver el último capítulo de la telenovela turca a la que está enganchada. Del que concluye: «Sí, puedo; ¡cómo no voy a poder!».
Lunes. Se despierta excitada. Ha dormido bien, como hacía tiempo, bastante más que en vacaciones, pero se muestra desusadamente intranquila. Llama a su portavoz: «Sara (silencio teatral): ¡hoy!».
Se enfunda su estilismo favorito. La nada. La nada mas absoluta. Esta vez se viene arriba, como las chicas de cualquier champú de tercera, y se da unas gotas de O'Deslealtad en las muñecas. Magnífica. Cuando llega a la sala de prensa, el hedor se impregna en los micrófonos. Microgotas de «pandemia», de «constante adaptación», de «eficacia». La pestilencia, a estas alturas, es tan insoportable como indiscreta –«quizás debería haberme puesto más esencia», piensa–, solo comparable a la agitación que transmite. Indisimulable. Sobre todo cuando canibaliza el tono dando cuenta de los soberbios manjares que piensa meterse entre pecho y espalda vía decreto. Se atusa el pelo, sonríe ficticia, mira a los colaboradores a los que ha perdonado la vida (se presignan aliviados) y echa mano a cualquiera de ellos para salir del semejante hoyo en el que ha hundido al progresismo riojano.
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