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Una escuela de pilotos zurdos, un campo de experimentación para drones invisibles o una pista de aterrizaje de naves de Orión... Lo que sea, pero algo toca hacer ya con el aeropuerto de Agoncilllo para que no siga consumiendo bocados del erario a cambio de ... casi nada, como ocurre desde que en 2003 quedó inaugurado ese pantano de hormigón. Casi dos décadas de languidecimiento progresivo después, una vez verificado que ninguna compañía llegará a jugarse sus cuartos con nuevas rutas, lo suyo es buscarse la vida, como ya han hecho otros aeródromos con un horizonte tan parecido como oscuro –Lérida, Huesca, Ciudad Real...–. El Gobierno maneja ahora alternativas cuando menos, eso, alternativas. Y qué quieren que les diga, entre un mamotreto vacío ruinoso y un campo de ensayo de alas delta, pues que se llene el cielo de Recajo de ingenios para locos del vuelo sin motor. Lo otro, lo de seguir soñando con nuevas rutas es lo que Einstein (o quien fuera) definió como locura: «Hacer lo mismo una y otra vez y esperar resultados diferentes».
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