La mocita de esta historia aprende con desánimo que se vuela mejor a ras de suelo. Los últimos desaires le han provocado sofocos adolescentes, ardores feministas y prisas por crecer. Así que, para empezar ya, propone a sus compinchas aprender a patinar.
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– Si ellos ... pueden, nosotras más
Alquilan el material con las propis, se deslizan por el paseo de La Quinta y roturan el pavimento. Dirige Pilar, La Duquesa, que sabe: hay que sujetar bien los pies y, sobre todo, sujetar la línea vertical. La mocita inductora evoluciona con ardor nacionalista y pronto luce en las posaderas campos de gules, dorados y azur, el medieval escudo de Castilla tatuado en carne viva. Raquel se niega a ser una ternerita desollada. Maria Jesús, La Chucha, pasea tiesa como un árbitro, sin rodar, paso a paso. Amalia se mueve y contornea tras el hilo musical que perfila la Duquesa, un dúo de ballet que suscita bisbiseos descocados entre los paseantes. Hasta que la naturaleza mete la pata de un álamo en la composición y trunca el vals del crecimiento. Una pierna torcida, una rodilla cóncava y un menisco trastocado la conducen al hospital, donde la operan y la extienden bien planchada. Una monjita con delantal blanco y estetoscopio sonríe.
– En un par de semanitas pa'casa.
– Chipi lerendi. Nosotras, enfermeras de guardia.
Ellas recetan romances de «Rosas Blancas» y la señora de la cama de al lado agrega «Florita» y «Lecturas», que cuentan cosas de la vida. Hoy las cosas de la vida dejan esa cama vacía. La sonrisa, el rosario y las galletas con chocolate que les trae la sor les huelen mal. Y les saben peor: por fin descansa.
– Allá está mejor
– En el cielo, ya ¡Vaya cuento!
La Adrera recuerda el entierro de un angelito que al depositarlo su madre en la indeseada cunita cayó a peso sobre la madera y provocó un bombazo en el aire, un grito bronco, una despedida que alborotó las calles, chocó contra los montes y se adosó a la memoria. Raquel también sabe algo.
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– Mi tía se quedó tiesa con una cucharada de arroz en la boca.
A veces se le aparece a la hora de comer, ella le explica que no puede estar yendo y viniendo, tiene que quedarse allá, pero no suelta el plato; entonces se lo quita y su cuerpo se desvanece en la cuchara.
Fantasmas, calditos, medicinas, vendas y masajes recuperan a la víctima y todas juntas acuerdan tirar los patines al río desde el puente Malatos, por el que pasaban los enfermos que iban a Santiago, cerca de Las Huelgas. No quieren volver a verlos.
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Sus ruedas son los ríos Arlanzón, Arlanza, Pisuerga y Duero, que van a dar al Atlántico abierto, que es el saber que nunca cesa.
– Lo decía mi tía.
– ¿Antes o después del arroz?
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