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Hasta hace nada, el que los parecidos entre hechos y personajes mostrados en una película, de las de 'ficción' –tiene algo de redundante el adjetivo–, y algunos pertenecientes a la realidad fuera una mera coincidencia (lo de la 'realidad', dejémoslo estar), se advertía tras el ... último crédito, cuando no quedaban espectadores en la sala. Espectadores a los que no les iba a quitar el sueño el grado de coincidencia, pues de quitárselo algo sería la calidad de lo visto en pantalla. Sales de ver, por ejemplo, el Lincoln, de Spielberg y no te vas preocupado acerca de si en las conversaciones de alcoba con su esposa Mary Todd se dijo exactamente lo que has escuchado en pantalla, o no. Lo que no te dejará dormir serán los diálogos que Tony Kushner, uno de los grandes dramaturgos norteamericanos contemporáneos, le escribió al matrimonio. Y que explican una nación, una guerra, una Historia y un domicilio conyugal. Diálogos seguramente imposibles en un matrimonio, a esas horas, en esos tiempos y en esa familia, pero más esclarecedores y con más verdad general –que es la útil, la que te sirve para interpretar todo el contorno de lo acontecido– o particular que si Villarejo hubiera les hubiera metido un micrófono en la cama. O –sigo con Lincoln, lo siento, pero voy camino de referirme a los mitos, que es aquí lo sustantivo– incluso en el muy anterior, 1939, Joven Lincoln de John Ford y, sobre todo, de Henry Fonda, los planos finales del personaje, su silueta subiendo el cerro, o su pose en la cima, en medio de la tormenta, están, si me apuran, por encima de Abraham Lincoln. Desde ese momento, Lincoln, caminará siempre como Fonda. No se olvide que fue en una película de Ford donde ¡un periodista! promulgaba: «En el Oeste, señor, cuando la leyenda se convierte en un hecho, se imprime la leyenda». Lo que no significa abogar por la mentira, sino por una versión completa, que incluye la verdad y además los motivos de su ocultamiento. Ya lo ha dicho Peter Morgan, guionista de TheCrown, que renunciar a la exactitud no implica renunciar a la verdad. Ahora, las prevenciones y reservas que han de observarse antes de acceder a una obra de ficción van por delante. Y las advertencias sobre la naturaleza de su contenido peligroso (sexo, violencia, apropiación cultural o trastornos alimenticios, es el caso). La salvaguarda más grotesca es la que el Gobierno de Boris Johnson (al que ningún informativo, antes de mostrarlo en pantalla, nos avisa de la calificación por edades ni del contenido de algunas de sus alocuciones, ni de trastornos peluqueros) va a obligar a Netflix a advertir que The Crown es ficción, en la suposición de que quien no vivió los hechos puede confundirlos con lo que se ve en la serie. Lo que es como devolver el oficio de espectador (y del lector, y de todo) a la infancia. Habría que advertir lo mismo, se me ocurre, en las ediciones de Los tres mosqueteros, no se piensen que Richelieu era así. No digamos en la serie D'Artacany los tres mosqueperros, no piense el personal que los mosqueteros del rey eran perros (porque 'mentir' sobre la propia ficción ya sería el colmo). The Crown no trabaja tanto con los hechos como con los mitos de Windsor. Un mito, sin despreciar los hechos, arrastra otro tipo de datos, generados por cómo los hechos perviven y procrean en sociedad. Es más, el mito no puede ni siquiera cambiar los hechos. Como la adaptación cinematográfica de una novela no cambia la letra del original literario. Además, los que se quejan de lesa majestad, saben que nada ha hecho más por esa familia que la serie. Como Amadeus lo hizo por Salieri. Y en lo que a fidelidad histórica se refiere: puedo leer libros sobre la tragedia de Aberfan de 1966, pero no prescindiré nunca del capítulo 3º de la 3ª temporada –uno de los mejores capítulos de serie de todos los tiempos–, o artículos sobre la incursión de Michael Fagan en el dormitorio de Isabel II en 1982, pero denme el maravilloso 5º capitulo de esta última temporada: es una de las mejores películas 2020. La ficción es la reina.
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