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Hubo un tiempo en el que iba a centros escolares a dar charlas sobre la Constitución. Confieso mi preferencia por las aulas de Primaria donde explicar su importancia no requería recitar artículos sino destacar su valor regulador de nuestra convivencia. Descubrí que los más pequeños ... sentían un interés especial por el rey Juan Carlos I. No sé si comprendían que eso de ser rey no era como en los cuentos que leemos en la infancia. En ellos, el rey ordena y manda sin límites y enseguida nos congraciamos con los reyes buenos y detestamos a los déspotas, pero a todos les atribuimos un poder ilimitado no sometido a leyes sino a sus propios deseos. Cuando les explicaba que, en una monarquía constitucional, los reyes reinan pero no gobiernan, sus rostros dibujaban la sorpresa e incluso el asombro. No entendían que la democracia excluye la impunidad y la ley limita y delimita el poder de cada institución.
Ya sé que esto parece una simpleza, pero a esos niños, hoy adultos, como a muchos españoles se les habrán caído los palos del sombrajo al ver el descrédito que Juan Carlos I ha atesorado por olvidar algo tan básico. El 14 de abril de 2012, todos los españoles conocimos de su operación urgente, tras haberse roto la cadera cazando elefantes en Botsuana. Desde entonces, el rey ingresó en el gran museo de figuras incómodas de nuestra historia. Sus amores con Corinna Larsen alumbraron a la opinión pública sus devaneos extramatrimoniales. Todos eran conocidos aunque fueran silenciados por la prensa. En esto imita a sus antepasados, ya fueran Austrias o Borbones. Ni Felipe II dejó que su catolicidad le impidiera satisfacer a su bragueta.
Así que el respeto que Juan Carlos I ganó de los españoles tras el 23-F, incluso entre los de corazón republicano, comenzó a desteñirse por el uso y abuso de sus prerrogativas y la complicidad de los aduladores. Cuando lo de Botsuana, no sabíamos nada de las dádivas (65 millones de euros) recibidas del rey Abdulá de Arabia Saudita en la cuenta número 505523 de la Lucum Foundation del banco Mirabaud en Ginebra. Abdulá no gobierna una democracia así que busca el prestigio internacional que le niega su despotismo. Ambos saben que el lavado de cara en occidente cuesta dinero. Tratar de explicar el tejemaneje en el que está envuelto el Rey emérito me supera, pero ya se sabe que todo lo que necesita un croquis para ser justificado es que esconde supuestos delitos fiscales o económicos.
¡Ay, majestad!, usted sabrá si mereció la pena hacerse rico trapicheando, presuntamente, comisiones y tirando por la borda su prestigio y el de la institución de la Corona o haber vivido dignamente con la asignación del Estado y con el honor intacto. Creo, señor, que nadie habrá contribuido tanto como usted a la causa republicana en su propio Reino.
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