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Hace apenas unos días, Scarlett Johansson apareció en los medios reaccionando en contra de la nueva voz del chatbot ChatGPT por tener un parecido más ... que razonable con la voz de la reconocida actriz. Tras las acciones legales emprendidas por el equipo jurídico de la celebrity, la compañía titular de la aplicación ha tenido que retirar esta nueva versión.
Lo relevante del caso reside en que esta no es la primera, ni parece que vaya a ser la última vez, que artistas y famosos se convierten en víctimas de contenido generado con inteligencia artificial. No podemos olvidar, por ejemplo, el caso de Rosalía, víctima de la manipulación de fotografías mediante sistemas de inteligencia artificial que mostraban a la cantante aparentemente desnuda.
Es una obviedad que la inteligencia artificial, como otros avances que hemos alcanzado a lo largo de los años, es un arma de doble filo. Sabemos que las mejoras que está generando a nivel educativo, médico, científico o empresarial son innegables. Pero no debemos subestimar el peligro que supone.
Los deepfakes; es decir, las imágenes, vídeos y audios alterados con inteligencia artificial, han alcanzado un nivel de realismo tal, que cada vez resulta más difícil identificar qué parte del contenido que consumimos es real, y cuál una mera creación artificial. El nivel de sofisticación que han conseguido estos programas resulta inquietante, ya que la difusión de contenido engañoso y noticias falsas, dando una apariencia verídica, es cada vez más habitual.
A nivel jurídico, desarrollar un marco legal que garantice un uso ético y responsable de la inteligencia artificial, y que condene su uso malintencionado, constituye uno de los grandes desafíos de nuestra época. Ya que los avances en estas tecnologías van por delante de la regulación jurídica, existiendo múltiples vacíos legales.
Las amenazas no terminan aquí. Los efectos perniciosos de la inteligencia artificial también se propagan a nivel laboral, educativo y cultural. Y es que, hoy en día, ¿quién se sabe de memoria el número de teléfono de sus padres? ¿O el nombre de las calles? ¿Quién quiere memorizar la tabla periódica? ¿O los nombres de célebres escritores, filósofos o artistas de la historia?
Estamos dejando a la inteligencia artificial muchas de nuestras tareas, y ello está afectando a nuestro desarrollo humano; atrofiando nuestro sistema cognitivo, nuestras capacidades comunicativas y afectivas y, especialmente, nuestra memoria.
No hablo de un futuro en el que las máquinas nos dominen y acabemos al servicio de robots como en las películas de ciencia ficción. Pero sí tenemos la obligación de evitar que algunos pocos se aprovechen de su control en perjuicio del resto, convirtiéndonos en víctimas ignorantes y manipulables. Porque ¡no nos engañemos! Por mucho que ahora nos creamos eso de las generaciones digitales, nuestra ignorancia como ciudadanos de a pie sobre su funcionamiento real de estas tecnologías es, todavía, mayúscula.
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