Yo nací mientras Mafalda, ay, seguía muriendo. Ambas vecinas y residentes en el barrio de las Huelgas, praderita en las afueras de Burgos a la que, por empuje de Alfonso VIII, llegaron unas okupas y levantaron con la plantilla cisterciense un casoplón monástico. Enfrente quedaba ... un erial, pronto arrabal, con chozas, huertos, regueros y, tras el cielo, la llanada cereal. Hoy la abadía es patrimonio nacional y patrimonio acosado por el IBI municipal la sobrevenida urbanización de casitas con encanto y chiringuitos de merina asada. Queda sobrevolando un no se qué, un asombro, un espanto ante tanto pedrusco funerario, un ansia de colarse por cualquier resquicio en pos de apacible sosiego. Mafalda de Castilla y Plantagenet, a fuerza de trasegar trigo de Tierra de Campos y chuletones de Ávila, pronto lució hermosa cara de hogaza con coquita de morcilla soasada. Velados quedaban los genes maternos, los de las Leonores, que cosían con hilos de oro, adivinaban el futuro desde torres inexpugnables y aquí graduaron a sus abadesas en amarrar cuentas: de rosarios e indulgencias, de fincas y terrenos, de impuestos y alcabalas, de hidalguías y mayorazgos, de trapicheos dinásticos. Por encima de ellas, ni Dios ni su humilde servidor, el Papa.
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Mi vecina quedó fuera del escalafón por forzado abandono. En un oremus cogió un catarrillo y el camino que nunca ha de tornar. Muerta a los trece añitos y «por casar», o sea, solterona. De cuerpo presente cató panteones hasta dar con el de mi barrio, en el que sigue socializando, ya en huesillos, con parientes y allegados: 'avecrem' pata negra. De ahí le vino a la moceta transfundida en su vivaracha homónima su proclama justiciera: la sopa perjudica seriamente la salud.
En Portugal, de donde es originario el nombre, una tocaya de suya quedó solterona después de casar. Magia rosa. El Papa la excomulgó y anuló el matrimonio por parentesco en grado prohibido. Ella, «guerreira, forte e corajosa», vomitó el sapo, se hinchó de hábitos y caridades y hoy es Santa Mafalda de Arouca.
Así es el mundo. A mil años luz, una Edad Media de abadesas, priores, pestes, almanzores; ahora, una Edad Entera de pestes, bancos, putines, fisiones atómicas. De qué poco han servido las preces por la paz y la concordia de mi madre, Julia, la del Alfoz de Lara, esencia ibérica domesticada por el invasor romano, más dotada de visión de pasado que de verlas venir, que me legó para toda mi eternidad su etiqueta latina. Duro arranque para quien lo único que supo aprender bien, bien, lo que se dice bien, fue a llorar, llorar y llorar. La operación triunfo del barrio, más de rap gregoriano que de rancheras, menospreció mi do de pecho sostenido –pero que muy sostenido– mayor. Laus Deo.
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