Nos debíamos una zarzuela. Siempre que nos encontrábamos: «¿para cuándo la zarzuela?». Se suponía que él haría la música y yo el libreto. De nada hubiera fardado yo más: una zarzuela de Calvo & Sánchez. Con lo que me chifla el género. Una vez estuvimos a ... punto, en los tiempos de la Escuela de Arte Dramático de La Rioja –de la que yo era feliz polizón– de hacer una. Se titulaba El Laurel de Baco y era una risa. Nos inventamos incluso un subgénero, la 'Opereta báquica local', y hasta nos adjudicamos sendos seudónimos: él sería Lupercio Hergueta y yo Alsino Claramunt: Hergueta & Claramunt. De los que, para más juguetería cómica, nos sacamos de la manga los respectivos curriculi, dando por supuesto, además que El Laurel de Baco había sido compuesta ¡en 1867! pero que para que su recuperación se había trasladado la acción a 1920. La biografía de Claramunt, mi sosias, era parva: letrista «de poemas jocoserios y epigramas necios» y de un único libreto, este, compuesto en una noche por una apuesta con Hergueta, que le acusaba de letrista moroso. La de Hergueta, como merecía el Maestro, lucía obra: amigo personal de Bretón de los Herreros, maestro de canto de Raquel Meller, virtuoso del pulso y púa y autor de varias zarzuelas, entre grandes y chicas, como Lástima de niña, ¡Hasta aquí hemos llegado, Matías! o Don Mecachis. El Laurel de Baco trataba de dos familias del vino, algo tronadas: los Vinosa y los Pimpolla, socios; y su protagonista era Baco Ernesto, bachiller distraído, inane a los requiebros de la hija de los Pimpolla, la bella Berberana, azuzados por la intrigas de Lacia, la criadita celestina. Ricardo (Romanos) –amigo, maestro igualmente y capitán del aquel navío del Teatro– me comunicó el miércoles que Miguel Calvo había fallecido. Le dije que me invadía una profunda tristeza a la que vez que una cascada instantánea de recuerdos felices, como este de la zarzuela prometida. Pero hay más. Como cuando, con todo el elenco de la Escuela en la pasarela –entiéndase profesorado, alumnado y allegados, más orquesta ¡en vivo!–, hicimos revista en los San Mateos del 85, desmontando 'la Gonzalito' y transformándola en el Cabaret «El Cielo». El programa alternaba un sainete arrevistado sobre Bretón –de cuyo libro (bueno, libro, libro...) me encargué–, Bretón en el Cabaret, y una varieté como Dios mandaba (estábamos en el cielo) titulada ¡Ay, cuplé! Y cada noche temblaba el misterio en la bombonera. ¡Ay! Aquí tengo las partichelas y notas del Maestro Calvo para números como «Acomódense», «Borrombombero» o «Aquel Bretón era de Quel». Miguel no solo estaba en el foso sino que era el primero en encajarse el canotier, el primer espectador y el primer cómplice. Todavía años después, se preocupó de buscar grabaciones de aquel doble espectáculo, para reconstruir aquellos días, tan amenos como fructíferos. O como cuando en su Estudio (de lutero, compositor y musicólogo), elegimos la música temática para cada capilla del barracón de feria que montó la Escuela en el Festival del mismo 85, en los sótanos del Ayuntamiento, el (recordado) Museo de los Horrores Teatrales, gran guiñol a base de momentos gore de la dramaturgia universal. Las Compañías que actuaban arriba –Tricicle, Rubianes, Joglars– no se quedaban a los aplausos para bajar a ver el último pase. O como cuando se encargó de la dirección musical (e instrumentación), con la Compañía Lucrecia Arana –fruto de la Escuela–, de El Juego de Robin y Marion, de Adam de la Halle. Uno de los mejores, más completos y más rigurosos espectáculos de la historia del teatro riojano. Se estrenó en la Plaza del Mercado y merecería haber hecho dos temporadas, no sé, ¿en La Abadía? Y es que Miguel Calvo era equidistante de la juglaría y de la cátedra. O como cuando pasamos juntos una mañana en París, donde la música comenzara para él. Lo estoy viendo, con su gorra, sus gafas de doble cristal amarillo y su bandolera. Sigue pendiente la zarzuela, Maestro. Algún día habrá que debutar en el Cabaret celestial.

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