Estoy aquí. En Madrid, perdón, que es poner un pie en la capital y ser abducida por el chovinismo centralista. En Madrid, repito, el lugar que tiene «las mayores cotas de libertad del mundo occidental» según su alcalde, ese señor tan pichi que no sé ... si es el chulo que castiga, pero sí el que se viene arriba en cuanto tiene oportunidad. Será por eso por lo que, entre la plancha del pelo y la cazadora vaquera, se me ha colado la ansiedad en la maleta: a los que venimos de cualquier ciudad española, tanta libertad desparramada por los rincones nos asusta. Miedo me da confundirla con el libertinaje y acabar armando la tremolina.

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Esa es una de mis preocupaciones cada vez que vengo a Madrid últimamente. La otra, más antigua, es coger un taxi para ir a la calle de al lado: «Señora, bájese que hemos llegado», me dijo un taxista, choteo mediante, tras cincuenta segundos de recorrido. Pero, dispuesta como soy, me quito el uniforme de provinciana, me disfrazo de señora cosmopolita y bajo por la calle de Alcalá con la falda almidoná, el bolso apoyao en la cadera, el paso firme y los ojos y las orejas bien abiertos, y me intento diluir entre los madrileños de Huelva, de Zaragoza, de Bilbao y del mismísimo Madrid, y sueño con que me hacen emperatriz de Lavapiés y me alfombran de claveles la Gran Vía y me bañan con vinillo de Jerez. Porque si algo tiene Madrid, y tiene mucho y muy bueno, es que cualquier cosa es posible. O casi. Hasta comprar cuarto y mitad de libertad: he parado en Mantequería Andrés y he pedido que me la cortaran en lonchas finitas y me la envasaran al vacío. «Para llevar, que no soy de aquí». También he comprado rosquillas de San Isidro. Y de las listas, claro. A ver si se me pega algo.

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