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El mes de mayo es el mes de las flores y de María; cualquiera que haya ido a colegio de monjas lo sabe. También el de las madres. Todos tenemos una, aunque no todos disfrutemos del privilegio, que debería ser un derecho, de tener una ... madre que nos haya empujado a ser la mejor versión de nosotros mismos y que nos acompañe con su ejemplo e inspiración, aunque ya no esté.
Es así como a veces toca despedirse y preguntarse qué será de mí sin ella. Me entenderán quienes lo hayan vivido, porque a los hijos a los que un día nuestra madre nos faltó nos une un hilo rojo que nos recuerda que, a pesar de que el relato sea distinto, vivimos la misma historia. Un nudo que termina en el desenlace del dolor más intenso e incomprensible que un hijo puede vivir, sobre todo si te toca a una edad que no corresponde. Tu mundo convulsiona en un ataque de pánico, a veces silencioso, que te muestra el abismo de la certidumbre más incierta de lo que será el resto de tu vida. Tu mirada perdida en el horizonte de un futuro que no logras vislumbrar y que se antoja como la cuesta más empinada de la travesía más espinosa.
Y es que una madre es la prueba más fiable en la vida de que todo estará bien aunque vaya mal. Es por ello por lo que con su marcha se convierte en la pieza permanentemente ausente que falta para completar el puzle de la dicha en el día de tu graduación o en el que abres la puerta de tu nuevo hogar. La llamada que siempre quieres hacer y para la que no existe número que marcar. Las cosas puede que marchen bien, pero un pellizco en tu corazón te recuerda que falta ella, la que dotaba de sentido a la cotidianeidad del día a día. Y tú, que no te dabas cuenta, pensabas que la felicidad era otra cosa. Su recuerdo entra sin llamar para hacerse presente y abrazarte como si estuviera corpórea y te descubres abrazando el aire y rememorando lo que antes era el más común de los gestos. Un abrazo, un beso, una caricia, un «ven y cuéntaselo a tu madre». Anidan en tu mente un sinfín de sensaciones que no quieres dejar de recordar por miedo a que se pierdan, como un día dejaste de recordar su voz.
Ese sentimiento de vacío puede intentarse entender. Empatizar con el dolor ajeno es una muestra de humanidad, pero sólo quienes lo hayan vivido saben de lo que hablo. Es un club al que no quieres pertenecer, pero del que ya no puedes salir. Recuerdo como si lo estuviera viviendo las sensaciones que nunca se me borrarán de mi cuerpo, la hora y el ambiente que rodeaba al acontecimiento que más me marcaría en la vida. Hasta que fui madre. O, quizás, porque soy madre noto su ausencia con más presencia porque ella vuelve a vivir a través mi nuevo rol junto a mi pequeño en esta aventura que es la vida. Ahora los miedos son otros, porque es mi ausencia la que temo que suceda, ya que sé lo que él sentiría y, además, comienzo a entender la pena con la que se fue mi madre dejando a sus hijos aquí sin el refugio de sus brazos. Madre no hay más que una. Disfrútenlas mientras puedan y denles un abrazo de mi parte.
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