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El otro día me encontré solo viendo 'Las Meninas'. Completamente solo, en la Sala XII del Prado, frente al cuadro. Lejos de sentirme privilegiado, hubo un momento a partir del cual empecé a sentir miedo. Madrid está muy raro, vale, pero darte cuenta de que ... no hay nadie más que tú viendo 'Las Meninas', ni un alma alrededor de ti, a excepción de la cuidadora de sala, que estaba en su córner, a media mañana, estamos hablando de 'Las Meninas'..., pues me entró la aprensión de ser «el último hombre vivo» de la película. Además, me comprometía como único interlocutor de los personajes del cuadro. Nunca me había visto yo en otra igual con esta familia, a la que conocí poco después que a la mía, a los siete u ocho años. Un vous parle con el elenco al completo de tamaño aposento; el compartir espacio con ellos. A solas. Se te va un poco la cabeza. Nada te respalda. No hay distancia. Hubiera deseado tener cerca una visita guiada, o uno de esos voluntarios que explican el Prado, cuadro a cuadro. O una excursión de la ESO. Fueron solo unos minutos de vértigo, pero me parecieron eternos. Por otro lado, pensé que si todo había acabado ahí fuera y me había pillado allí, abrazado por una obra maestra entre las obras maestras, pues oye. Y a punto me encontraba ya de enviar un wasap con mi localización –y quizás despedida– cuando oí un movimiento a mi espalda: había aparecido un fular, de tonos rojos, naranjas y morados al pie del retrato de la venerable madre Jerónima de la Fuente, habitante también de la Sala XII; y seguramente la más impresionante. O a mí por lo menos me sobrecoge bastante esta clarisa severa, rígida, estatuaria, enmarcada en su toca, vestida de estameña, cubierta con una capa de hábito, con un libro de doctrina en una mano y un crucifijo en la otra. Por lo demás, uno de los mejores retratos nunca pintados. Pero a lo que iba: un fular colorista y alegre, como sacado de la chistera de un mago de crucero, yacía ahora bajo esta figura austera, alta y de mirada indescriptible. Una mujer que había entrado en la sala hizo ademán de recogerlo del suelo y entregárselo a la cuidadora: «Mire, a alguien se le ha caído este...». Pero la cuidadora le advirtió rápidamente que ¡no, no lo tocara!, y lo dejara en el suelo. Protocolo COVID, se entiende. Pasaba el rato. Yo daba muchas vueltas a la sala haciendo como que miraba al de Olivares, a don Carlos, en fin, el dramatis personae de la casa, pero estaba pendiente de la desactivación del fular. La Madre Jerónima seguía custodiándolo. Parecía incluso que podría llegar a exorcizarlo del virus, si éste se hallara emboscado en su tejido. Pasándole el crucifijo. Parecía que se trataba de una 'intervención' en el cuadro, de una instalación: el fular mundano y aéreo incrustado en la gravedad claustral de la monja. Un fular 'del siglo'. ¿Buscaba cobijo conventual como objeto perdido que era? Entretanto, la Sala XII se iba poblando –luego el fin del mundo, como siempre, estaba cerca, pero aún no había petado– y todos lo visitantes que pasaban, niños y mayores, intentaban levantar el fular para entregárselo a la cuidadora, que insistía en que no fuera tocado bajo ningún concepto. Yo lo rondé en algún momento, el fular, bajo la mirada atenta de la Madre Jerónima, que inhibía con su semblante adusto y el lazo de su filacteria cualquier operación. Y el fular seguía allí, en una especie de impasse. Finalmente, entró en la sala otro empleado del museo, con un papel en la mano. ¿Un plano, un parte? Habló con la cuidadora para luego aproximarse al fular: lo miró y con la punta del zapato lo removió un poco. El fular no hizo nada. Comprobada su inactividad, el empleado hizo una 'v' con el índice y el corazón de su mano derecha y con cuidado lo pinzó y lo alzó. Advertí un extraño en el rictus de la Madre Jerónima. Entonces: me despedí del aposentador de 'Las Meninas', al fondo del lienzo y de la sala, y salí a la calle. Y sí había pasado algo: había muerto Bertrand Tavernier. Que los Lumière lo tengan en su Gloria.
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