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Nicolás de Cusa, uno de los primeros filósofos de la modernidad, publicó en 1488 la obra De Docta Ignorantia, un ensayo repleto de sabia humildad inspirándose en la tradición socrática de la propia ignorancia («Sólo sé que no sé nada») que estimula el conocimiento. Hoy, ... probablemente, Nicolás de Cusa observaría perplejo la deriva de exaltación de la ignorancia, abandonada de su docta condición en los brazos de la indocta presunción. En efecto, hay quien presume de no haber leído nunca un libro con la tranquilidad que le da que ese signo deshumanizador no le impide acceder, por ejemplo, a la presidencia de los EE UU, eso sí, con ciertas condiciones como la de atesorar riqueza, tener la aprobación de determinados lobbies o apoyar incondicionalmente a Israel, ese Estado que bombardea escuelas y asesina niños. Hay brutos a nuestro alrededor que, pese a sus medios, se vanaglorian de no tener un libro en su casa sustraídos al sector retrógrado del refranero español: «Pensar es de burros y no de hombres agudos». Desde que un nefasto personaje como Fernando VII se empeñara en quitarle a los españoles la funesta manía de pensar, la herencia recibida nos sitúa, a veces, en el territorio de la chulería de quien deja la sustancia gris aparcada en su coche. Evidentemente, el uso inadecuado de las redes sociales, el desprecio de las verificables fuentes de información, el sedentarismo mental, el algoritmo indomeñable, la burbuja identitaria, el circuito tribal, la obsesión por ser original y otras actitudes pueden explicar por qué hemos llegado a este punto de presuntuosa ignorancia. Pero la cuestión es dónde reside el indiscreto encanto de la ignorancia, por qué creemos en cosas raras justo en el momento histórico en que el conocimiento científico está alcanzando cotas de distribución insospechadas. Admitamos que es más cómodo aceptar caminos fáciles, soluciones simples o que incluso la preciada ciencia nos puede resultar ajena a pesar de que nos cura, nos alimenta, nos transporta o nos relaciona. La vida es un barco cuyo puerto de llegada es irremediable aunque su periplo puede, hasta cierto punto, ser determinado por nosotros mismos. Tal vez las cartas esféricas estén marcadas, pero el cuaderno de bitácora permanece intacto. Y en él podemos escribir páginas de conocimiento si la presunción deriva en precaución en vez de en presuntuosidad. Es posible comprobarlo en la terraza de cualquier bar ya que, si el tiempo y el humo lo permiten, nos podemos sentar a escuchar la guturalidad de quien se fascina gritando evidencias como un póngido mirándose en el espejo intentando llamar la atención sonora de sus seres fronterizos. Así lo ilustraba el genial Forges en una de sus viñetas en la que bajo el título 'Local de moda desalojado por aviso de libro' se veía salir gente de un recinto a toda velocidad. Quizás tengamos que volver a adoptar la ignorancia para tratar de ser doctos. La docta adopción antes que la ignorante presunción.
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