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El 17 de febrero de 1600 Giordano Bruno, tal vez el más original de los pensadores renacentistas, moría en la hoguera condenado por el Santo ... Oficio al no retractarse de sus ideas heréticas, como la de cuestionar el geocentrismo. Unos treinta años más tarde, Galileo Galilei se arrodillaba ante la misma institución abjurando de sus teorías y prometiendo denunciar a todos los sospechosos de sustentar cualquier herejía científica. La temerosa negativa de Descartes a publicar el Tratado sobre el mundo parecía anticipar lo que Buffon, el gran naturalista del siglo XVIII, afirmó cuando tuvo que desdecirse de que la tierra tenía al menos una existencia de 75.000 años: «Prefiero ser un sabio vivo a ser un héroe muerto».
Chamuscados, confinados, torturados, los mártires de la razón no han sido tan alabados como los mártires de la fe. El médico y teólogo oscense Miguel Servet ardió con un ejemplar de su obra atado al brazo a causa de sus postulados teológicos y científicos. Y Darwin fue ridiculizado socialmente mediante el inquisitorial sarcasmo del obispo de Oxford quien se preguntaba si era por parte de padre o por parte de madre la reclamación de los derechos de sucesión de un mono que los evolucionistas planteaban.
Amén del consabido antievolucionismo, a lo largo de la historia, la Iglesia ha desarrollado una desatada afición por cercenar los avances científicos contra el sufrimiento humano. Con gran rigidez dogmática se opuso tanto al descubrimiento de la anestesia, que James Young Simpson llevó a cabo, como al pararrayos de Benjamín Franklin ya que esos progresos contradecían maldiciones bíblicas («parirás con dolor») o enigmáticas voluntades divinas.
Un viejo refrán dice que es mejor encender una vela que maldecir la oscuridad y por tanto debemos delimitar claramente la luz de la oscuridad, separar a aquellos que encienden velas de aquellos que constantemente soplan. Hace más de cuatrocientos años de la quema de Giordano Bruno y todavía hay quienes propagan el éter del miedo. Por ejemplo, el obispo de Orihuela-Alicante, José Ignacio Munilla, quien no solo ha rechazado que la gente «se empastille» contra la fecundidad, sino que ha criticado que el ecologismo denuncia los transgénicos al mismo tiempo que defiende el transgénero, asegurando que como Dios no se equivoca nunca nadie nace en un cuerpo equivocado. Sigue la estela marcada por el obispo de Alcalá de Henares, Juan Antonio Reig Pla, quien hace unos años dijo que los homosexuales que se corrompen encuentran el infierno. Admitamos que estas afirmaciones puedan encajar en cierto humor violeta de los prelados, pero no deben dejar de preocuparnos otro tipo de censuras como los vetos y las cancelaciones de películas y obras de teatro impulsados por la ultraderecha tan solo porque aparecen dos mujeres besándose o porque los personajes se presentan en ropa interior. Afortunadamente, la libertad también cabe en unos versos de Francisco de Quevedo: «No he de callar por más que con el dedo/ya tocando la boca o ya la frente/silencio avises o amenaces miedo».
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