Qué difícil es formar un mundo alrededor de la esperanza viendo las imágenes ensangrentadas de los niños de Gaza. Cuando el indigno primer ministro israelí Benjamin Netanyahu afirma, citando la Biblia, que «hay un tiempo para la paz y uno para la guerra» con el ... objetivo de justificar el exterminio de los palestinos, los ojos extraviados de ese instante llamado niño que no va a poder salvarse del olvido apuntan hacia los libros que no leerán. Y sus desconcertadas pupilas nos interpelan a nosotros, a nuestra neutralidad cotidiana, a nuestra estúpida pasividad ocupada en las banalidades más vacuas convertidas en urgencias irrenunciables. Incluso podemos abandonar, también por un instante, esa paralizante idiotez para pensar en el pálpito de quien espera otra carta llena de palabras que la torpeza no acaba de enlazar. Un corazón desbordado por las ganas, un beso infinito abrazando el aliento, unas manos de escultor profano que pudieron haber recorrido sus caminos de lana y de deseo. La oscuridad de los parques en los que él no estará o esa vida verdadera bañada en un río con torrentes de juegos que ya no serán jugados. Todos los espacios perdidos se alojan en el tiempo que nos queda porque solo somos eso, el tiempo que nos queda para poder cambiar lo que somos o para continuar con esta inercia de apatía fieramente deshumanizada. Nos decimos que todo está tan lejos, que ya no podemos hacer nada por él, por ellos, y sin embargo podemos hacer mucho si logramos hacernos a nosotros, si somos capaces de deshacernos en el dolor que nos produce pensar en la posibilidad de que esa mirada, ya definitivamente perdida, pudiera haber sido la nuestra porque la casualidad biológica es eso, una casualidad que luego llamamos territorio o patria, pero que no vale unos ojos infantiles arrebatados. No hay rabia suficiente para la infamia que supone el asesinato del niño que mira al cielo buscando la alegría de las nubes y encuentra la ignominia de la muerte. Es nuestro imperativo recoger los sueños que ya no soñará, los dibujos que no podrá colorear, el rostro poseído por la curiosidad que ya no escuchará las explicaciones mordiéndose la lengua mientras afirma con el movimiento acompasado de su cabeza. Ese es el diapasón que debe afinarnos en unos momentos en que nos estamos transformando en seres refractarios al dolor o, peor aún, asimilamos ese dolor como un tránsito a nuestro diario divertimento. Ese niño no está tan lejos si consigue que podamos interiorizar que no existen causas perdidas porque intentar defenderlas nos dignifica y humaniza, porque cuando tratamos de vivir en los demás vivimos verdaderamente en nosotros mismos. Si el poema, como afirmó el gran poeta José Hierro, es un instante salvado del olvido, un niño camino de la escuela es la eternidad salvada del olvido. Que lo sepa el género humano y sobre todo el desgénero humano. Tiene que ser por ese niño por quien no podemos abandonar el vuelo de las ilusiones.
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