Esta es la historia de una madre que tiene dos hijos y a la hora del desayuno les dice que se había levantado con el presentimiento de que algo muy grave iba a suceder ese día en el pueblo. Sus hijos se burlan de ella ... y creen que son cosas de la vejez. Uno de ellos sale para ir a jugar al billar y en el momento en que va a tirar una carambola sencillísima el otro jugador le dice que le apuesta un peso a que no la hace. Todos se ríen. Él es un experto jugador y la jugada es muy fácil. Pero no hace la carambola y cuando paga su peso y le preguntan qué pasó responde que estaba preocupado por una cosa que había dicho su madre esa mañana sobre que algo muy grave iba a suceder en el pueblo. El chico que ha ganado regresa a su casa y le enseña el peso a su madre, que estaba con una pariente, y le cuenta que se lo ganó a su amigo jugando al billar de la forma más sencilla puesto que no pudo hacer una carambola facilísima ya que estaba preocupado porque su madre le había dicho que algo muy grave iba a suceder en este pueblo. La pariente lo oye y se va a comprar carne. Entra en la carnicería y pide una libra de carne pero en el momento en que se la están cortando pide otra más ya que andan diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor es estar preparados. El carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar una libra de carne, le aconseja que lleve dos puesto que los vecinos están comentando que algo muy grave va a pasar. En media hora se agota la carne y mientras se va esparciendo el rumor, todos en el pueblo están esperando que pase algo. Se paralizan las actividades y, aunque a las dos de la tarde hace el mismo calor de siempre, alguien resalta que nunca había hecho tanto calor. En la plaza del pueblo, ahora desierta, aparece un pájaro y se corre la voz de que hay un pajarito en la plaza y a pesar de que siempre ha habido pajaritos en la plaza alguien reseña que nunca solían estar a esa hora. Llega un momento de tal tensión para los habitantes del pueblo que todos están desesperados por irse y no tienen el valor de hacerlo. Hasta que uno de ellos coge a su familia y sus pertenencias huyendo en una carreta y mientras atraviesa la calle central la gente contempla su marcha. Otros más se van atreviendo y el pueblo comienza a desmantelarse. Todos se van entre un verdadero pánico, como en un éxodo de guerra, y en medio de ellos va la señora que tuvo el presentimiento, exclamando: «Yo dije que algo muy grave iba a pasar y me dijeron que estaba loca».
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'Algo muy grave va a suceder en este pueblo' es un cuento genial de Gabriel García Márquez, el hijo del cartero de Aracataca quien afirmó que escribía para que lo quisieran más. El relato nos sitúa frente a cuestiones como las de por qué es más fácil sembrar miedo que esperanza o por qué los rumores procedentes de la emocionalidad aventajan a la sensatez procedente de la racionalidad. Hemos comprobado cómo con la organización automatizada de la vida el miedo no desaparece, solo se invisibiliza y se transforma en falsa valentía porque el miedo mata la convicción y perpetúa el reinado de la incertidumbre. El sistema vive de la inmediatez y de la impaciencia, de la eterna agonía de la prisa.
Hay una cierta frustración al ver que ha crecido la ansiedad ante el futuro cuando se suponía que el progreso iba a liberarnos del temor y reforzarnos a la hora de afrontar el porvenir. En estos momentos, la libertad del ser humano es lo más parecido a su liberación del miedo, una amenaza socialmente arraigada a la que algunos han denominado la ideología del miedo, es decir, el miedo como arma de dominación política y de control social. Porque el miedo limita al norte con la soledad, al sur con la invisibilidad, al este con la desconfianza y al oeste con la tristeza. El miedo, por tanto, no es solo una construcción social, sino una perversión ideológica destructora de las ideas y de la razón crítica y científica porque el miedo, junto con la dejadez, se constituye en el mejor catalizador de las seudociencias y, por tanto, del analfabetismo científico. Por eso conviene mirar por la ventana para poder ahuyentar la nueva forma de canallocracia, expresada en la inmediatez, el ruido, la furia, el alboroto en las redes y el odio en ellas enredado. En este caso, contenido y forma tienen que tener una relación dialéctica, casi poética, en la que la belleza de lo que se dice se enlace con la justicia de lo que se piensa, es decir, sea palabra y pensamiento, no solo mera expresión.
Sin embargo, contagiados del falso rumor de que una imagen vale más que mil palabras, asistimos al crepúsculo del lenguaje. Porque frente a las sosegadas imágenes del arte, muchas de las que a diario percibimos suelen ser estereotipadas e inmediatas y exigen una velocidad de respuesta en la que se ahoga el pensamiento. La palabra es a la idea lo que el cuerpo es a la mente y si descuidamos las palabras descuidamos las ideas y por tanto nos descuidamos a nosotros mismos. Recordar y pensar requieren tiempo y silencio, ternura y cuidado de las palabras sobre las que, sin embargo, resbalamos cuando deberían ser las abarcas con las que recorrer el surco que une senderos. La palabra que somos nos humaniza y la que no somos nos deshumaniza. Y tiene mucho de deshumanización nuestro desentendimiento, nuestra desidia y nuestro individualismo.
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Una imagen puede impresionar pero para que nos diga algo tenemos que convertirla en un soplo semántico. Entonces, podremos compartir, conversar, converger, conciliar o todo lo que «con» venga porque nuestra existencia también es una carambola que vale su peso en vida. Y conviene pensar para vivirla y vivir para pensarla.
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