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Vuelve el hambre, sin haberse ido nunca. En este mundo que transita por el universo con una chulería cósmica y una desidia humana inadmisibles, el hambre aumenta por cuarto año consecutivo y alrededor de 800 millones de personas pasan hambre cada día. Entre yates de ... lujo y exhibicionismo sin tapujo, 2.400 millones de personas sufren inseguridad alimentaria moderada o grave, en torno al 30% de la población mundial. Sospechosamente, la riqueza de los multimillonarios se ha disparado en los últimos años debido a la pandemia y a la guerra en Ucrania.
Se trata de vino viejo en odres nuevos, un cuento tan conocido como terrible. Hace algunos años bajo el título '¿De qué se alimenta el hambre?' varios autores analizaron el impacto de los precios de los alimentos en la desnutrición. Casualmente, a finales de 2007 y principios de 2008, los precios mundiales de los alimentos y del petróleo se dispararon (¿nos suena, verdad?) y el número de personas que padecieron hambre se incrementó. En plena euforia económica y ciudadana las entidades bancarias vendieron fondos garantizados sobre el precio del maíz, del trigo y del mijo y el Fondo Monetario Internacional obligó a los países más pobres a comprar estos productos a EE UU. De paso, arruinó el aparato productivo de esos países que acabaron por tener más hambre dentro del hambre y más deuda dentro de la deuda, todo en aras de la libertad de mercado.
Marx decía que la historia ocurre dos veces: la primera vez como una gran tragedia y la segunda como una miserable farsa. Así que es urgente liberar de su propia codicia a los miserables que administran la miseria de esa farsa que provoca tanta miseria ajena. Sufrimos un modelo de desarrollo subdesarrollante en un mundo en el que unos viven en la opulencia a costa de la indigencia de otros. Y lo más abominable es que muchas de nuestras necesidades son interesadas necedades, farsas que conllevan nuevas tragedias. Entre ellas, la del cambio climático que significa más calor y, por tanto, más hambre y pobreza a causa de la escasez de dos elementos que nuestro dinero no puede comprar: suelo productivo y agua.
Calculemos el número de seres humanos a los que es necesario condenar a la penuria absoluta para producir un solo rico. De todas las historias de la infamia, sin duda la del hambre es la más triste porque acaba mal, precisamente porque no acaba. Y el género humano camina peligrosamente por la pendiente que conduce hacia el desgénero humano en un planeta en el que sobra falta y falta sobra.
Si queremos cambiar la vida tendremos que cambiar de vida. Y para ello hay que querer. Y saber querernos. Como casi todo, es una cuestión de amor con mayúsculas, propio y ajeno, una equivalente redundancia, en este caso. Y ya sabemos que si como afirmaba Hegel «amar es dejar de ser para ser más», habrá que dejar de ser como somos para que el hambre no vuelva, ni siquiera para juntarse con las ganas de comer.
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