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La escritora estadounidense Joan Didion falleció la semana pasada en su hogar neoyorquino, tras una vida entera dedicada a narrar tan solo aquello que podía tocar con las yemas de los dedos, ya fuese el material a su alcance la contracultura sesentera de su país ... o la enfermedad que con tanta dureza atacó a su familia. En su novela 'Una liturgia común', la autora californiana escribió una de esas frases que se quedan retumbando en la cabeza del lector, por la sabiduría aparentemente sencilla que encierran, varios años después de haberlas leído: «Uno tiene que elegir los lugares de los que no alejarse». El valor de esta idea radica en el verbo: frente a la dictadura de las raíces impuestas o la lealtad irracional al código postal del propio nacimiento —que puede coincidir con el del domicilio donde residen nuestros afectos, pero también puede no hacerlo—, que se materializan con especial crudeza para muchas personas en estas fechas, Didion nos propone que elijamos elegir el kilómetro cero de nuestro apego.
Los lugares elegidos en libertad —para vivir, para celebrar, para trabajar y hasta para consumir— son capaces de narrarnos desde una perspectiva a la que no se puede acceder desde ningún otro sitio. El problema es que también intervienen en el relato los anclajes que no escogemos, los que detestamos y, sobre todo, aquellos de los que no podemos escapar: la casa familiar a la que siempre regresa el mal hijo para enturbiarlo todo, la oficina en la que la presión y los horarios absurdos dinamitan cualquier posibilidad ajena a sus muros de vidrio o el vagón de tren por cuyo sumidero se van las horas que ya nunca se compartirán. Qué difícil es a veces tomar distancia. Y cuánto importa.
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