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A pesar del paso de los años, que me aconseja fijarme en las personas con las que me cruzo por la calle, tengo la costumbre de caminar por las rúas de este mundo leyendo el periódico o alguna revista de mi gusto, generalmente de humor, ... por si la vida se presenta un poco cariacontecida. El personal con el que me encuentro suele aconsejarme a veces que mire hacia adelante, mas la realidad es que solo me he tropezado una vez, precisamente en el proletario barrio en que habito.
Aquella mañana de invierno, siendo yo más mozo (léase joven), mi madre me envió a por un mandado a la carnicería de la señora Blanqui, llegada de Torrecilla en Cameros, y, habiendo nevado esa noche sobre la calle de tierra todavía, un servidor, que iba leyendo según costumbre, se pegó una costalada de órdago merced al hielo existente bajo la blanca capa, tras lo cual progresé de modo más cauto hacia el negocio cárnico del señor Manolo Villares.
A esta individual circunstancia de la lectura se añade en la actualidad para todos la dificultad de aclararte sobre quién es la persona que se te acerca o te saluda a cierta distancia; lo digo por la mascarilla. Seguramente alguien le habrá comentado a usted que nos asemejamos con ese complemento indumentario a los cuatreros y atracadores de las películas; únicamente hemos considerado normal su uso en el caso de los modelos que han desfilado en las pasarelas exhibiendo artísticas máscaras a la altura de los superhéroes, al estilo del Guerrero del Antifaz, el Espadachín Enmascarado, el Zorro o las del Carnaval de Venecia.
Y permítanme ustedes que desde estas páginas amigas de Diario LA RIOJA envíe un solidario saludo a todas las personas que, al modo de un servidor, portan gafas. No encuentro manera de apartar la niebla de mis anteojos, sobre todo cuando subo las cuestas de mi pueblo.
Termino expresando que quienes lo tienen más embrollado esto del reconocimiento de las personas son los mocetes; debe de ser porque, al haber vivido menos que los mayores, nos han visto en menos ocasiones. Me ocurre con Lucía, la hija de Vanesa, la chica que regenta el bar El Piedra en mi ciudad. La nena, que ha cumplido nueve meses esta semana, cuando me oye pronunciar su nombre me mira un tanto extrañada, pero, en cuanto me aparto la mascarilla para degustar el té, me sonríe. Yo le digo a mi vitoriana que seguramente se alegrará también porque soy muy guapo. Ah, qué bella es la vida.
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