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Siempre he considerado la mentira (o la omisión de la verdad, que viene a ser lo mismo) como una de las conductas más aberrantes del ser humano. Supongo que tiene que ver con la deformación profesional de este oficio pero nunca he comprendido bien qué ... empuja a los que mandan a ocultar la información real de cualquier asunto, cuando luego les suele estallar en las napias. Y si no, al tiempo.
Y miren que sus intrigas de políticos me las traen al pairo. Allá ellos y sus líos internos. Pero cuando la ocultación de la verdad afecta de lleno al ciudadano, la cosa cambia.
Desde hace meses asistimos aborregados a contabilidades imposibles sobre los decesos que ha causado esta maldita pandemia. Y contemplamos medio anestesiados que nadie se responsabiliza para gestionar la patata caliente del coronavirus. Al menos, en cuanto a los que manejan nuestros designios. Porque el resto tratamos de sobrevivir cuerdos a un sinfín de mentiras, medias verdades y descarados ocultamientos mientras intentamos seguir adelante de una forma más o menos normalizada.
Pocas voces claman en este desierto de desinformación, acusaciones y exabruptos, pero las familias siguen enviando a sus hijos al colegio cruzando los dedos para que no vuelvan contagiados, enterándose de los centros afectados por casualidad y rezando por que transcurra una semana más libre de cuarentenas. Porque la pandemia cada vez se parece más a una lotería incierta, con la salvedad de que en esta nadie quiere ser el agraciado.
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