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Mucho antes de que Donald Trump y su coro de epígonos populistas levantaran su acta de defunción, ya David Simon nos ofreció en 'The Wire' -y en particular en su quinta temporada, la última- el más cumplido réquiem por el periodismo tradicional. En la agonía ... de ese diario de Baltimore, donde el editor pide a los redactores que dejen alguna línea libre por si alguien llama con algo que sea noticia, está ya enunciado el diagnóstico que lleva a quien ejerce el oficio de informar al encefalograma plano de la muerte como agente social relevante, para mutar en pieza del decorado de una comedia humana cuyo argumento lo urden, arbitran y promueven otros intermediarios más despiertos.
Sospecha uno que Juan Carlos Galindo es espectador de la célebre ficción televisiva de la HBO, y también que en algún momento le cruzó por la cabeza al decidir que el protagonista de sus narraciones criminales fuera Jean Ezequiel, un periodista que deja su puesto en un diario de Madrid para ejercer el oficio en modestos medios locales de Segovia. En su segunda entrega, 'Muerte privada', forma tándem con Teresa Trajano, una expolicía metida a improbable detective en la pequeña capital provincial. Y la historia que ambos indagan, los asesinatos de varias jóvenes en apariencia desconectados entre sí, le sirve el pretexto ideal al autor, también de profesión periodista, para ir dejando un nada casual reguero de pistas sobre la decadencia del gremio.
La sumisión a las presiones varias del poder, los conflictos de intereses o la inoperancia de los profesionales ya instalados -que han de suplir como pueden los que trabajan sin medios- son sólo algunos de los males que en la novela impiden que la verdad aflore y permiten que prevalezcan versiones oficiales tan inveraces como perversas. Contra esos escollos lucha Ezequiel con el apoyo de su socia, y al trazar a ambos tiene el novelista la inteligencia de invertir los estereotipos: el varón es un dandi algo apocado -aunque a la vez temerario- que sufre si sus zapatos castellanos se manchan de lodo; ella, en cambio, es la que saca y usa la pistola cuando hace falta. Sobra decir que llegarán al fondo del asunto, pero Galindo nos sirve ese feliz final envuelto en una paradoja: lo que el público sabrá del desenlace no es la verdad, sino un remedo conveniente. Ya lo advierte Ezequiel, a estas alturas sólo aspira a construir «un relato que, aunque sea durante poco tiempo y para menos gente aún, repare». No parece gran cosa, pero deja un resquicio abierto a la esperanza.
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