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Que algo pasa en el sueño americano y en su factoría por antonomasia, Hollywood, resulta cada vez más evidente. No hay más que ver, en ... cuanto a lo segundo, el nivel de las películas que año a año compiten por el Oscar: una cinta tan discreta como Anora puede erigirse en la gran triunfadora de la noche, frente a un repertorio errático de excesos como La sustancia o un despropósito como 'Emilia Pérez'. Es imposible no sentir enorme simpatía por Zoe Saldaña, pero que el disparatado personaje que le toca levantar se lleve una estatuilla lo dice casi todo. En otro orden de cosas, véase el reciente cataclismo desatado sobre los ahorradores estadounidenses por su presidente torrencial.
En los años treinta, cuarenta y cincuenta del siglo pasado la gran novela negra norteamericana se dedicó a inventariar las fracturas que por aquel entonces ya presentaba el edificio. Todo sucede en un país próspero, victorioso, arrollador; pero, como le espeta a Philip Marlowe uno de los personajes de 'El largo adiós', en los estupendos envoltorios que fabrica se acumula la basura. En esa estela se sitúa la obra de Jordan Harper, novelista que tras haber sido guionista de éxitos televisivos como 'El mentalista' y 'The Shield', publica entre nosotros 'Silencios que matan', una negrísima historia sobre los sórdidos secretos que oculta bajo su superficie siempre rutilante la industria del espectáculo.
Mae, una «solucionadora de problemas» para los famosos que no saben controlarse, al estilo del 'Señor Lobo' de Tarantino, se ve inmersa en una tenebrosa pesquisa cuando a su jefe, Dan Hennigan, lo matan a balazos en Sunset Boulevard. Con la sola ayuda de Chris, un expolicía, se adentra en una densa trama de extorsión, tráfico de drogas, abusos a menores y otras vilezas, con la que da al lector una idea de cómo puede Hollywood llegar a triturar los muchos a los que les deniega el triunfo y también a los pocos que se hacen un lugar en su fábrica de sueños.
«¿Y si somos lo que hacemos?», se pregunta un personaje, a propósito de la quiebra entre lo que uno aparenta y lo que siente que es. Condenados a fingir eterna juventud, bajo sonrisas cada vez más blancas, los habitantes de ese Olimpo venido a menos entierran, piensa Mae, «todo lo oscuro y desagradable cada vez más hondo». Entre tanto, en el río de Los Ángeles acampan los adictos al fentanilo. Todo lo oscuro, por más que se entierre, acaba aflorando. El dolor reclama sus derechos, y el futuro, en manos de seres airados, resulta cada vez menos predecible.
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