Quizá uno de los mayores retos que afronta Occidente en esta era globalizada, en la que actores antaño menospreciados como secundarios se alzan como motores y protagonistas de las transformaciones, sea su enciclopédica ignorancia del acervo cultural de los otros, fruto del ensimismamiento y, por ... qué no decirlo, de la autocomplacencia en que ha parado el éxito, por otra parte innegable, de sus últimos cinco siglos de historia.

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Este reto es tanto mayor en tanto que los otros, además de estar imbuidos de esas culturas, en algún caso milenarias, que aquí se ignoran, demuestran un conocimiento, una asimilación e incluso un aprovechamiento de la nuestra que llega a producir asombro, incluso fascinación. Esta es la sensación que suscita la lectura del novelista chino A Yi, de quien tenemos traducidos al español títulos como 'Una pizca de maldad' o 'Despiértame a las 9:00'. Sirva como excelente botón de muestra el primero de los libros mencionados: una novela breve, de menos de doscientas páginas, narrada en incomodísima primera persona por el autor de un asesinato horrendo y gratuito, y que además de resultar absorbente deja en la boca el sabor y el poso de los clásicos.

Quien haya leído algo encontrará en sus páginas ecos de Albert Camus y 'El extranjero', de Fiódor Dostoievski y 'Crimen y castigo', de Franz Kafka y 'El proceso', de Cormac McCarthy e 'Hijo de Dios', e incluso, al final, cuando el asesino justifica la elección de la víctima, de Thomas de Quincey y 'Del asesinato como una de las bellas artes'. Quien no haya leído, pero vea alguna película más allá de las de superhéroes, tal vez se acuerde de ese retrato de la banalidad criminal que es 'Henry, retrato de un asesino'.

Y a la vez que demuestra haber aprendido esas lecciones, A Yi aporta algo más: su conexión profunda con la idiosincrasia china, en la parte que es fruto de la más antigua tradición y en la que deriva de los cambios acelerados de la China del siglo XXI. De ahí vienen su forma de narrar, sencilla, desnuda y a la vez de una intensidad inaudita, y el contexto particular que a un asesino que huye de la justicia le depara un Estado que, a la vez que lo controla todo, está lejos de resultar tan férreo como aquí se lo pinta, porque en todas partes opera la astucia del malo y existe la negligencia de quienes lo persiguen. A Yi, que sabe de lo que habla -fue policía en la China profunda- cuaja con estos mimbres una crudísima y poderosa fábula moral, con uno de los finales más redondos de la ficción criminal contemporánea. No nos vendría nada mal aprender algo de este maestro chino.

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