Equidistando en Navidad
El foco ·
Cada día que pasa, sí, me siento a la misma distancia, sideral, de más gente. En el fondo es justo, admito, que me hagan sentir, en reciprocidad, su rotundo desprecioSecciones
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Cada día que pasa, sí, me siento a la misma distancia, sideral, de más gente. En el fondo es justo, admito, que me hagan sentir, en reciprocidad, su rotundo desprecioYo antes molaba. Incluso –no dejaré de confesar el placer culpable– había ocasiones en las que me molaba a mí mismo. Qué tiempos. Qué nostalgia. Hace ya mucho que siento todo lo contrario: que cada vez molo menos. Incluso –me veo obligado también a reconocerlo– ... que he dejado de caerme bien. Lo que uno puede pensar de sí, salvo que seas un narcisista patológico, no deja de estar comprometido, mucho más de lo que nos gusta admitir, por lo que percibe que los demás opinan al respecto. Y siendo realista, tengo que aceptar que de un tiempo a esta parte mi reputación, a ojos de mi entorno, se ha desplomado.
Quisiera pensar que yo no tengo la culpa, pero quién sabe. Quiero creer que todo es consecuencia del enrarecimiento del ambiente a mi alrededor, que lleva a mis semejantes a percibir como sospechosas, incluso como ofensivas, actitudes que hasta no hace tanto uno podía sostener con cierto decoro, cuando no con un discreto y legítimo orgullo. Sin embargo, la inquina que advierto en sus miradas, el menosprecio que impregna su juicio sobre mí, las palabras sin excepción hirientes que me dedican cuando me esfuerzo, humilde y honradamente, por seguir siendo el que soy, ese mismo que antes no concitaba en torno a sí un odio tan encarnizado, invitan a dudar si el problema no lo tendré yo. Si no será que no he acertado a acompasarme como se me exige y como es debido a los nuevos aires que soplan, aferrado con perseverancia digna de mejor causa a categorías caducas, a consideraciones secundarias y extemporáneas, en lugar de leer correctamente el signo perentorio e inapelable de los tiempos.
Dentro de poco me toca afrontar otra cena de Nochebuena. Contra lo que propugna el tópico perezoso –pido disculpas por la redundancia–, el peligro en su transcurso no proviene de mi único cuñado, un hombre paciente, prudente y bondadoso al que jamás le he escuchado impertinencia alguna. Mi prevención viene provocada por dos recién llegados a la familia que desde el instante de su irrupción no han dejado de marcar con enérgica determinación su nuevo territorio: mi yerno y mi proyecto de nuera –por fortuna aún susceptible de frustrarse, no pierdo la fe ni dejo de rezar cada noche a todos los santos a los que hacía décadas que no molestaba–; dos jóvenes vehementes y asertivos que al otro lado de la mesa con velas, lombarda y langostinos se erigen en fiscales del oscuro tribunal que parece haber decretado que mis méritos son sobrados para condenarme al ostracismo, si aquel viejo expediente griego siguiera vigente en nuestros días. En términos más modernos, supongo que podría decir que he adquirido la condición de cancelable, o sin más de amortizable, que es vocablo menos enfático y que casa mejor con la mezcla de desdén y conmiseración que noto que abrigan hacia mí.
Para mi yerno, portavoz infatigable de todas las esencias de la hora última del progresismo, y siempre dispuesto a ponerles a las cosas el nombre más taxativo y lacerante –«yo es que no tengo filtros, ya me perdonarás», suele advertir–, el padre de su pareja no es más que un criptofacha que en el trance decisivo, este en el que al parecer nos hallamos, se ha quitado la careta para que emerja el facha que siempre fue hasta el tuétano. No otra explicación tienen, para él, mis medidas objeciones –no soy ni fui nunca pendenciero, creo con mi admirado Montaigne que la ira denota falta de juicio– frente a las decisiones más traídas por los pelos que toma su cofradía. Desde revertir de la noche a la mañana principios que se declaraban inamovibles, hasta dar preferencia a quien se jacta de aborrecer el Estado que mejor o peor garantiza los derechos y libertades de todos, en detrimento de quien se dejó la piel sosteniéndolo de buena fe –no abogo por delincuentes condenados ni presuntos– y que ahora pasa, día sí y día también, como la peor clase de chusma sin que nadie lo reivindique. Y no aludo con esto a los jueces o los fiscales, que esos, al menos, tienen a quien les dé alguna caricia; sino a los servidores públicos de a pie que se fajaron en defensa de sus conciudadanos y que ahora quedan degradados sin réplica a la categoría de esbirros, en tanto que quien maniobró en su contra, con engaño y hasta con violencia, adquiere talla de prócer.
Para mí futura nuera –si los santos a los que desatendí durante tantos años me hacen sentir su desaire al final–, mi desdoro, igualmente imperdonable, es de signo contrario. Criada en lo que antes se llamaba una buena familia, o lo que es lo mismo, nacida con dinero de quien a su vez ya nació adinerado, juzga mis posiciones demasiado tibias: ante el atropello a manos de una banda de traidores, yo debería reaccionar –aquí me permito hacer alguna conjetura personal– con la virilidad de mi raza, sacar pecho y nombrar la infamia, porque no hay ni puede haber otra respuesta ante la disipación y el apocalipsis que nos trae una partida de aventureros y tahúres sin escrúpulos. Para ella, y tampoco se priva de decírmelo –eso de los filtros ya me voy percatando de que ha devenido un anacronismo engorroso–, lo que asoma en mi déficit de ferocidad, en mis dudas acerca de que la solución sea Santiago y cierra España, o en mi admisión de que a pesar de todo quienes toman caminos que me parecen injustos y erróneos no dejan de tener legitimidad para intentarlo, es que al rojo vergonzante y trasnochado que vive en mí le faltan agallas para elegir, frente al mal, la verdad, la luz y la vida. En algo coinciden ambos: en que soy un equidistante, que viene a ser lo peor. Y cada día que pasa, sí, me siento a la misma distancia, sideral, de más gente. En el fondo es justo, admito, que me hagan sentir, en reciprocidad, su rotundo desprecio.
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