Francisca sentía cierta envidia de sus compañeras de trabajo: una con un cáncer, gracias a dios superándolo, otra con fibromialgia, y la de administración con frecuentes bajas por jaquecas.

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¿Tenía envidia? Algo así, queridos lectores. Francisca no sentía una malsana envidia contra las compañeras ... ni deseaba tener esas enfermedades, lo que envidiaba era poder hablar con naturalidad, sin ser juzgada ni estigmatizada de lo que le ocurría. Ella tenía unas ganas terribles de poder contar que había conseguido llevar una vida y un trabajo normalizados, pero que debía medicarse a diario para superar sus angustias vitales, que visitaba a su psiquiatra cada quince días para no caer en oscuros pensamientos, y que por supuesto debía asumir y olvidar aquel día en el que casi consigue acabar con todo su sufrimiento.

Francisca no puede contar sus problemas mentales porque en esta sociedad podemos admitir cualquier enfermedad y generar apoyos a las personas con enfermedades graves, raras o discapacidades, pero a los «locos» no queremos verlos. En esta sociedad de escaparate las enfermedades mentales –citemos por ejemplo trastornos de ansiedad crónico, maniaco-depresivos, depresión, esquizofrenia, etc.– son ignoradas y las personas que las padecen estigmatizadas.

Los casos de trastornos mentales han existido siempre aunque han aumentado a raíz de la pandemia tanto en niños, adolescentes y adultos como en mayores, y tanto en hombres como en mujeres.

Solo cuando aparece la noticia de un suicidio es cuando nos preguntamos: «¿Qué pudo pasar? ¿Estaba loco? ¿Fue el bullying?...», y después de lamentarlo, o tal vez de pensar si quizá se pudo evitar, u ocultarlo volvemos la cara como si esos temas no fueran con nosotros. El alto índice de suicidios y de riesgo de suicido es hoy uno de los picos del iceberg más visible del problema relativo al tratamiento de las enfermedades mentales, pero no el único.

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Actualmente, el deterioro mental ocupa el sexto mayor riesgo del año, según el informe elaborado por el Foro Económico Mundial, mientras que el apoyo y los medios destinados a unas enfermedades que ponen a miles de personas y familias al límite es ínfimo.

Por todo ello, y desde ya mismo, la atención a la salud mental –que ya estaba en precario antes de la pandemia– debe mejorar radicalmente. Primeramente se necesita que, como sociedad, asumamos plenamente la existencia de las enfermedades mentales, sin miedo, sin mentiras ideológicas, sin estigmatizarlas. En segundo lugar, es imprescindible incrementar significativamente los recursos sanitarios y sociales que se dedican a atenderlas. Y en tercer lugar, la prevención. Se precisa de planes efectivos, no efectistas, para potenciar el bienestar y el desarrollo personal que prepare desde la infancia a las personas para tener una buena salud mental.

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La salud mental es una tarea de todos hacia todos. Ninguno estamos a salvo de perderla, temporal o crónicamente porque «todos terminamos siendo vulnerables alguna vez. Todos.» (Santiago Posteguillo).

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