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El primer 'don' que conocí fue a mi pediatra. Cada vez que venía a casa a tratarme las anginas y a amenazarme con extirparme las amígdalas, mi madre le ponía un 'don' como una catedral delante de su nombre, con ese respeto casi reverencial con ... el que los que no tenían carrera trataban a los licenciados. Pero, a pesar del «don Juan» por aquí y del «don Juan» por allá, mi madre se negó a operarme. Nunca se lo agradeceré bastante: si no hubiera sido porque aquellas anginas me postraban en el lecho del dolor cada cuatro meses, no hubiera podido leer tantos Mortadelos.
No sé si la infanta Elena leía tebeos de pequeña. Lo que sí sé es que, tras una competición hípica, se ha bajado del caballo y se le han subido los humos: mosqueada con una reportera que se ha dirigido a ella por su nombre de pila, la primogenitísima se ha revuelto y le ha soltado un «doña Elena, por favor, ¿vale?» que ha sonado hasta en Abu Dabi. Y sí, vale: cierto es que mientras los demás nos tenemos que ganar el tratamiento, ella lo lleva en la masa de la sangre azul Borbón. Y sí, también es cierto que le ha tenido que resultar difícil pasar de recibir palitos en el lomo a que le pongan palos en las ruedas, del olor de multitudes al tufo de los escándalos del padre y del cuñado, de una vieja normalidad en la que se hacía la vista gorda ante los tejemanejes reales a una nueva situación en la que el vulgo quiere que le rindan cuentas, de revistas que la consideraban la quintaesencia de la elegancia (porque no podía serlo de la belleza) a medios de comunicación que cuestionan hasta lo que se gasta en hacerse la trenza. Pero con esa soberbia no se va a ningún sitio, doña. En lugar de bajarse del caballo, tendría que caerse del burro.
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