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Llamas y llanto

CHUCHERÍAS Y QUINCALLA ·

Teri Sáenz

Logroño

Domingo, 24 de julio 2022, 02:00

Se está haciendo tan frecuente que va camino de convertirse en un triste ritual. Una columna de humo asoma de pronto allá en el horizonte. Alguien llama al periódico para avisar de que aquello no son rastrojos ardiendo ni una barbacoa mal apagada. El fuego ... crece, el calor arrecia, el teléfono ya no deja de sonar, se multiplican los rumores de cómo ha surgido –me han dicho, otros dicen, yo si sé– y en el WhatsApp ya no caben más vídeos, cada uno más angustioso que el anterior, de cómo avanzan las llamas. Y cuando parece que no puede ser peor, al poco rato el mismo cuadro en un escenario tan parecido y próximo que resulta imposible la coincidencia. Los bomberos que no dan abasto, un helicóptero descargando agua, la gente del pueblo afanándose por dominar a la bestia. Y todo, rociado de un olor acre que nunca llega a disolverse por completo. No cabe más dolor en los fuegos que no dejan de brotar. No solo por todas las hectáreas que arrasa o las propiedades que sepulta bajo las cenizas. La crueldad de los incendios está en la violación brutal de la propia naturaleza, lo único que creemos tan auténticamente propio que no concebimos que pueda desaparecer. Como un robo en tu propia casa, donde lo que más duele no es lo que falta después del delito, sino que alguien ajeno haya asaltado nuestra intimidad dejándola desvencijada. La dimensión de la tragedia no está en la camisa remangada del político de turno que monitoriza las labores de extinción desde el puesto de mando. Ni siquiera en las suelas de los zapatos que recorren el terreno abrasado cuando las brasas han cedido por fin. Donde más duele un incendio (las decenas de incendios) es en los ojos del agricultor que mira las llamas sobrevenidas, con la mitad de su cabeza pensando quién ha podido ser capaz de provocar algo así y la otra media imaginando entre lágrimas de rabia un futuro sin árboles ni alma.

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