En Tailandia hay una tatuadora reconvertida en quiromántica: te lee las palmas de las manos, y si ve que las líneas de la vida, del amor y de la suerte te llevan directa a un barranco, te tatúa unas nuevas que te conducen a una ... existencia larga y fructífera y a un viudo millonario de buen ver y mejor disponer. Problema resuelto. Eso sí, las manos se te quedan como si te hubieras caído a un zarzal. Pero los estigmas no importan si hay algo que nos dé un poco de confianza en el futuro, cualquier cosa tonta que nos quite esa angustia que se nos pone en la boca del estómago cuando todo nos inquieta, nos atormenta o nos perturba porque no sabemos qué va a pasar. Nunca lo hemos sabido. Y, ahora, menos.

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Mi heredero se agobia pensando en qué sucederá cuando se presente a la EBAU con la mitad de las clases recibidas. Él se pregunta por su futuro, yo por el mío, y el del bar de la esquina por el suyo mientras se fuma un cigarrillo en la puerta de un local vacío. Pero no hay pitonisa en el mundo (ni siquiera la que le echaba las cartas a Carmen Balcells antes de fichar a un autor, como comentaba el lunes Alba Carballal en esta misma página) que pueda contestar a esa pregunta. Ni aunque volviéramos a reunir a todos los participantes de «El Castillo de las Mentes Prodigiosas», aquella cosa loquísima que cruzó a la bruja Lola con Paco Porras y con media docena de videntes más, sabríamos a qué atenernos. Por eso, dispuesta a dejarme de lamentaciones y a adueñarme de mi futuro, cojo un boli Bic y me pintarrajeo las palmas de las manos. Acabáramos: con el pulso que tengo, las líneas se me han quedado como la carretera de subida a los Lagos de Covadonga. Voy a borrarlas, no sea que las cosas vayan a peor.

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