La dificultad que Pedro Sánchez y Pablo Casado muestran para siquiera comunicarse con normalidad revela la existencia de una patología política aún más grave: la presunción de que cada uno de ellos encarna un proyecto para España que solo podría realizarse sobre la negación del ... otro, el distanciamiento mutuo y la dinámica de bloques. El hecho de que Casado se vea obligado a mirar hacia su derecha y Sánchez tenga que hacer lo propio hacia su izquierda cierra el paso a la moderación, el diálogo y el acuerdo sobre cuestiones de Estado, incluidas aquellas obligaciones tasadas legalmente.

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Las relaciones entre el PSOE y el PP llegaron a situaciones de una confrontación sin límites cuando ambas formaciones acaparaban la representatividad ciudadana en un panorama bipartito. Baste recordar la tensión que durante años protagonizaron Felipe González y José María Aznar, o la teoría de la conspiración en torno a los atentados del 11-M con que se trató de minar el mandato de Zapatero. La fragmentación posterior a 2015 desconcertó a socialistas y populares, que en ocasiones se esmeraban en restablecer el bipartidismo y en otras intentaban aprovecharse de la atomización parlamentaria esperando que ésta afectase más a los adversarios. Pero, aun en medio de un clima de abierto enfrentamiento, los canales de comunicación precisos para atender a los intereses comunes del país funcionaban mejor que ahora. Recuérdese la reforma exprés del artículo 135 de la Constitución.

Tras el triunfo de la moción de censura contra Rajoy, el PP trató de rehacerse cuestionando la legitimidad de la llegada de Sánchez a La Moncloa y este orientó su presidencia hacia el debilitamiento de toda alternativa. Desvanecida la expectativa de que la coalición PSOE-Unidas Podemos implosionaría para dar paso a nuevas elecciones, el PP se ha convencido de contar con una ventaja demoscópica que irá a más si no se entretiene en concesiones. Mientras, el líder que está a punto de hacer suyo todo el PSOE se muestra seguro de doblegar a Casado y, a la vez, contener el precio de sus apoyos parlamentarios para lo que resta de legislatura y más adelante.

El propósito de liquidar al adversario es inevitablemente consustancial al juego político. Pero cuando tal pulsión domina lo público acaba generando más problemas que los iniciales e impidiendo al país aprovechar las oportunidades que se le presentan.

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