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En un día de Sant Jordi raro, despojado de las firmas, de las fiestas literarias, de los paseos nocturnos, de los encuentros con escritores y hasta de las rosas, lo único que nos puede consolar es lo que permanece cuando el espectáculo termina: los libros. ... En realidad, el confinamiento es el estado natural de los lectores, y esta excepción en nuestras vidas nos permite, en muchos casos, celebrar el día del libro como casi nunca podemos hacerlo por culpa de las prisas y de los vaivenes: leyendo. Pienso mucho estos días en la hermosa frase del poeta Paul Éluard, que a la luz de la 'nueva normalidad' adquiere un cariz distinto: «Existen otros mundos, pero están en éste». Concretamente, cogiendo polvo en sus baldas y bibliotecas; y esperándoles tras las verjas echadas de las librerías.
Si se da el caso de que nuestra economía posapocalíptica lo permite, es preciso que apoyemos a las librerías, que hasta en tiempos convulsos son los verdaderos refugios en los que se esconden la lucidez y la rebeldía, las auténticas ciudadelas blindadas en las que aún se defienden la imaginación y el pensamiento. Les invito a visitar virtualmente sus librerías preferidas: la que inunda su barrio de historias o esa otra que convierte a los paseantes urbanos en exploradores de periferias, márgenes y mundos ignotos. Muchas están enviando pedidos a domicilio, o emitiendo vales para poder sobrevivir a un parón que empieza a ser letal para ellas. Echarles un cable es la única manera que tenemos de garantizar que, cuando todo esto termine, las ciudades y los pueblos —vivan en Comala, en Macondo o en Carabanchel (Alto)— sigan siendo lugares sanos y habitables, todavía a salvo de la incultura y el dogmatismo.
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