Siempre tengo una libreta en la mesilla. Está ahí, preparada por si una noche se me ocurre la columna definitiva, esa columna que me procurará un premio Camba o miles de retuits, la que me sacará del anonimato, la que hará que me cuelen en ... la carnicería del barrio, la que me consagrará pasados los cincuenta como columnista revelación, que cosas más raras se han visto en los Goya. Y, anoche, sucedió. Se me ocurrió una columna buenísima. Una columna perfecta, redonda, brillante, producto del insomnio clarividente de las tres de la mañana. Pero, cuando fui a apuntarla, la libreta no estaba. Perezosa, en lugar de levantarme de la cama para ir a buscar un papel, confié las palabras a la memoria y me dormí. Al despertar, no me acordaba de nada. Ni siquiera de qué iba la cosa.

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Mi memoria es cada vez más inútil. Me he vuelto impermeable al conocimiento nuevo (leo y olvido, releo y vuelvo a olvidar), y el viejo se va difuminando: sólo recuerdo cosas absurdas, como los novios de Chabelita por orden cronológico, pero ni una fecha importante, ni un dato con fuste. He olvidado hechos históricos, autores, capitales del mundo. Mi hijo estudia el Novecentismo; me pregunta sobre Gómez de la Serna y sólo acierto a decirle «el de las greguerías». Veo su mirada de decepción: su confianza en mí se resquebraja cada vez que le contesto que sí, que me suena, pero que no me acuerdo bien, que lo busque. Se da cuenta de que soy un fraude, que sé muy poco en el fondo aunque parezca que sé algo en la forma cuando consigo hilvanar un par de nombres propios en una frase. Resignada ante mi desmemoria, ya ni siquiera pretendo recitar de corrido la tabla periódica; sólo con recordar la columna de anoche sería feliz. Pero nada, que no hay manera. Hoy también tendré que hacer cola en la carnicería. Y en la papelería: voy a por una libreta nueva.

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