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Hay días en los que me parece que, en realidad, tampoco pasa nada. Que nadie libra. Que éste es un magnífico país poblado por botarates, en el que no hay tanto que salvar.
Por ejemplo. En los alrededores de mi casa cada tarde veo a ... un grupito de corredores todos junticos. Media docena, creo que son tres parejas. Religiosamente quedan, hacen como que calientan en corro y se van a correr todos juntitos. Ahí, echándose el aliento.
Por ejemplo. El otro día un amable lector nos mandó un vídeo que no pudimos publicar porque los protas eran menores. Pero allí estaban, doce o catorce, perreando en el parque a las nueve y media de la noche, ombligo con ombligo, bien abrazaditos. Si uno de éstos, o de los corredores, tenían el bicho, ya lo tienen todos.
Por ejemplo, me pregunto si merece la pena salvar a gran parte de la clase política de nuestro país. Llevo toda la pandemia diciendo que el gobierno, este gobierno, cualquier gobierno, es mi equipo hasta que esto termine. Criticable, pero merecedor de un mínimo de lealtad en semejante trance.
Y no: quienes pedían eso para el Gobierno de España no lo dan para el de Madrid, y viceversa. Para ambos, el otro es poco menos que un criminal malparido que quiere acabar con España. Por qué, se sobreentiende: ese sillón en el que se sienta el otro les pertenece.
Luego me recuerdo a mi mismo que esa punta visible solo es la parte chunga de un iceberg estupendo. Y me consuelo un poco. Pero no crean, a veces me cuesta.
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