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Uno de los elementos más republicanos de Francia es la baguette. Francia, la Francia que amo, es Arte y Ensayo más baguette. La propia baguette es, a diario, arte y ensayo: panguardia, con 'p'. Incluso la nouvellevague comenzó gracias a una ... panadera de Monceau, la de la película de Rohmer. De hecho, si van a buscar hoy en París, Rue de Saussure 15, aquella panadería mítica encontrarán, en su mismo hueco, un atelier de arte contemporáneo. No todo está perdido. La ministra francesa de cultura, Rima Abdul Malak afirma –podía ser ya por esto, pero también por otras muchas más razones– que la baguette es un «acto cultural». Y no cabe duda que el primer museo que abre cada mañana en Francia, en cada localidad francesa, es la boulangerie (la Orangerie, en cambio, abre un poco más tarde, aunque también alimenta con su perfume de nenúfares). Una bastilla de baguettes, en vertical, recién salidas de un alfar de miga, aguarda a los visitantes madrugadores y fidelizados desde el siglo XVII. Piezas todas únicas, bañadas como en... pan de oro. Es una instalación diferente en cada amanecer, bruñida entre la noche y la madrugada. Arte comestible. Y por tanto, efímero; tan efímero que muchas mañanas no llega hasta casa. O llega menguada o totalmente consumida por el camino. La baguette es un vademecum. Y democracia. Una democracia panadera, de masa madre de un país. Hay una fotografía maravillosa de Robert Doisneau en la que un niño corre feliz por la calle de un París de los años cincuenta llevando bajo el brazo una baguette. O quizá es la baguette la que lleva al niño, porque puesta en pie sería más alta que él, y su sombra en el suelo más larga que la sombra del niño. En manos de este niño, la baguette podría ser la cuerda de un globo. Y en otras ocasiones, la baguette en ristre o abrazada o en bandolera podría ser otro concepto: báculo, lanza, guion, puntero, remo, vara, regla, antorcha, cirio, tronco, batuta. La baguette es una barra multiuso y la aguja que orienta la brújula de la jornada. La baguette nuestra de cada día recuerda a los ciudadanos que la revolución permanente pasa por el obrador de esa levadura cotidiana, mezclada con harina, sal, agua y savoir-faire. La baguette es un galicismo universal. La Unesco la declaró en noviembre del año pasado Patrimonio de la Humanidad. Y lo es porque nuestro mejor patrimonio como humanidad se sustancia en la sencillez, en la sencillez sabia, como la del pan y su lingote áureo la baguette. Y existen pocas cosas que recuerden un consenso más amplio y amasado (doce millones diarios de devotos de la baguette, sólo en Francia). Es suficiente con pensar en su color, en su olor, en su sabor y en su sonido (inconfundible, crocante) y ya sientes estar en la calle y en el mundo. Todas las mañanas del mundo. El mundo es lo que está en el exterior de la boulangerie. Constituye la baguette a la vez un patrimonio material –por su masa, ya digo– e inmaterial porque sostiene la cotidianidad, individual y nacional. Es una viga también. Emocional. Y una contraseña, de la Resistencia ante muchas cosas. La baguette supone una política de mínimos. Histórica, socialmente. Macron lo sabe, bien sûre, y ha tenido que librar estos días lo que muchos han llamado, atendiendo a la trascendencia del producto y del asunto, «la revolución de la baguette». La baguette es una cuestión política, como no puede ser de otra manera. La más madrugadora. Una cuestión de mayoría absoluta cada día. Si se desestabiliza su precio por el acoso de la macroeconomía, se puede armar en el obrador. Una cosa es la inflación y otra la levadura. Por eso, en fin, admiro (y me fío) tanto de algún amigo que en las comidas y en las cenas se ocupa y preocupa de elegir el pan, cada pan. Es lo que cohesiona el convite. Y un país, ya se ve.
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