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Los libros que tengo apilados en la estantería del salón me odian. Ellos no dicen nada, pero lo sé. Lo percibo en sus lomos ajados y en el tono cobrizo que ha tomado el filo de las hojas con los años. En su mayoría los ... compré (alguno confieso que robé) cuando en el instituto nos impusieron un listado de clásicos y algunas novelas ignotas para mi yo adolescente como condición para aprobar. Los conservo desde entonces. Como puedo acreditar que pasé de curso, presumo que los leí. O los leí como lo hacíamos los chavales para quienes, en plena efervescencia, la literatura estaba a la cola de cualquier prioridad. Tomando una idea del preámbulo y otra del epílogo, saltando capítulos al azar o, si tenías un hermano mayor, plagiando las mismas reseñas que ellos ya habían escrito antes sobre los mismos textos. Han sobrevivido a las mudanzas un poco por nostalgía y un mucho porque dan armonía a las baldas. Su tamaño es uniforme y mantienen un equilibrio estético que me apacigua, aunque se editaron con un letra tan minúscula que ahora casi los inhabilita a mis ojos. Cuando llegó el confinamiento y la biblioteca cerró, retorné a ellos fiel a mi absurda costumbre de no comprar ninguna novedad si no es para regalarla a quien la aprecie. Hacía tanto que los tenía olvidados que fue como descubrirlos. Así han ido cayendo uno tras otro, removidos por unos días de mi condena a su letargo. Al menos alguno creo que se ha reconciliado conmigo. Solo lo intuyo, porque dicen tanto que a veces me desconciertan. No sé si quieren que siga siendo su guardián o me pierda entre el centeno.
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