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La primera vez que el yayo Tasio me llevó a conocer el río de su pueblo yo era un monicaco y él empezaba a peinar las primeras canas. Quería mostrarme la naturaleza cruda, no esa fantasía de pladur y cemento del barrio donde vivo, y ... de paso espabilarme antes de que la televisión y tantos libros me atontaran. Con ese afán de pedagogo recio me condujo un día que el calor azotaba por una senda plagada de zarzas a una parte de la ribera casi virgen, alejada del camino que frecuentaba la chavalería las tardes de verano. A cambio de ortigarme las piernas y tatuarme los brazos de picotazos, me reveló la parte más bonita del río a sus ojos. El sendero se despejó de repente y, como el dueño de la casa que torna la puerta de entrada al visitante recién llegado, extendió su mano invitándome a entrar. Lo que vi no me deslumbró. Acostumbrado al generoso cauce del río que atraviesa el centro de mi ciudad y las cristalinas sociedades recreativas con retrogusto a cloro que frecuentaba, aquello me pareció menos que modesto. Apenas había sitio en la orilla para echar una toalla y el agua de la poza que se abría ante nosotros no era mucha, aunque parecía profunda. El yayo no se arredró ante mi falta de entusiasmo y me dio la mano para introducirnos juntos al centro de aquella piscinilla natural. Me enseñó a avanzar descalzos sin resbalar, a mantener el equilibrio sorteando los cucharones que asomaban por abajo, a contener la respiración para ir atemperando el cuerpo. Y lo fundamental cuando llegamos al centro de la poza: cómo tumbarse para flotar relajadamente haciendo el muerto pese al frío de la corriente. Aprovecha, me dijo el yayo, porque cuando seas mayor solo se congelará tu sueldo.
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