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Lealtad es una palabra aguda pero con ínfulas de esdrújula. Es pronunciarla y la boca se llena de solemnidad, con una contundencia que permite incluso ingerirla de golpe sin que raspe la garganta. Quien no se conforma y se le hace poco la rotundidad del ... término, acostumbra a acompañarlo de algún adjetivo igualmente regio. Inquebrantable, por ejemplo. Uno se presenta a un superior prometiendo lealtad inquebrantable y lo mismo tiene ganado el cielo que entra en las quinielas para ser director general. Con esa gravedad intrínseca, sería fácil presuponer que la lealtad es sólida. Un concepto labrado en mármol, inamovible como un bloque de acero. Y resulta que no. La lealtad tiene una variante gaseosa y hasta una versión líquida. Primero se resquebraja, a continuación se convierte en motitas de polvo y finalmente muta en un agüilla de color incierto y olor raro que empieza a discurrir readaptándose a cada rincón, ocupando todas las paredes, haciendo meandros como la orina cuesta abajo, que tan pronto se expande como confluye según las vetas del terreno. Es difícil saber cuándo se opera ese cambio de estado. En qué momento la lealtad más absoluta e insobornable se convierte en una masa viscosa que se desprende de un cuerpo para ir, casi sin solución de continuidad, hacia otro receptor. Es probable que esa pulsión lleve tiempo larvándose y a uno le pueda esa mezcla de pudor a reconocerlo y miedo a perder sus privilegios. O que la lealtad se dispense en píldoras donde viene impresa la fecha de caducidad en números tan minúsculos que no pueden leerse sin gafas. Es imposible no sentir cierta ternura hacia Pablo Casado en su ¿última? intervención en el Congreso, sonriendo forzadamente ante todos los que le aplauden con una lealtad inversamente proporcional a la que le prometieron cuando se convirtió en líder. Si yo fuera Feijóo, no me fiaría ni de mis propios tuits.
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